Desde abril, en Nün Teatro (J. Ramírez de Velazco 419) puede verse la obra de Susana Torres Molina: La Fundación, dirigida por Héctor Levy-Daniel y protagonizada por Carlos Kaspar, Estela Garelli, Emiliano Díaz y Florencia Naftulewicz. En esta pieza se retoma uno de los tópicos más siniestros de la última dictadura cívico-militar-eclesiástica en Argentina: el robo de bebés y su apropiación por parte de las familias pertenecientes al entorno más íntimo de los militares en el poder.
Si tuviésemos que partir de una sola palabra para definir la experiencia teatral que propone La Fundación, podríamos recurrir a la palabra intimidad. ¿Acaso puede imaginarse algo más íntimo que la familia? El rol de madre o padre, ser hijo, son algunas cosas que se ponen sobre el tapete en esta obra. Incluso podríamos atrevernos a ir más allá de las fronteras de la familia, para ingresar en el terreno de lo metafórico e indagar ciertos paralelismos con nuestras concepciones acerca de la sociedad en su conjunto: ser madres, padres o hijos de una generación y de una época.
La Fundación era el organismo que se encargaba de recoger a los hijos de las víctimas de la represión durante la última dictadura cívico-militar-eclesiástica en la Argentina de 1976, para ofrecerlos como una suerte de recompensa o botín de guerra a aquellas parejas cercanas al círculo militar que no pudiesen tener sus propios hijos.
Pero lo primero que se nos presenta en La Fundación es esa idea que estaba allí, en plena década de los ’70 y que se extiende hasta nuestros días —más o menos visibilizada— acerca de la familia como núcleo central de la vida social. En aquella época, nada podía ser pensado por fuera de las dinámicas de la vida familiar, y buena parte de la vida institucional del país estaba organizada en función de esta estructura fundante. “La familia es la base de todo”, “la familia es lo más importante en una sociedad”, “sin familia no hay moral”, son frases que uno podía (y puede) escuchar en cualquier cena con parientes o amigos. Pero la idea de colocar a la familia en el centro de la escena, habilitó muchos de los peores actos de delito y corrupción durante esos años, delitos cuyos efectos se padecen hasta el día de hoy. En nombre del bienestar familiar se han cometido innumerables crímenes y se han borrado demasiadas identidades.
Todos los personajes giran en torno a la gran protagonista de esta obra, que es algo así como una entelequia omnisciente (nunca aparece, pero siempre está): la Fundación. Esta organización representa el concepto de “institución” por excelencia: un espacio cerrado, de límites marcados y con sus propias reglas de juego, que regula los mecanismos de funcionamiento tanto puertas adentro como hacia el exterior. La Fundación era el organismo que se encargaba de recoger a los hijos de las víctimas de la represión durante la última dictadura cívico-militar-eclesiástica en la Argentina de 1976, para ofrecerlos como una suerte de recompensa o botín de guerra a aquellas parejas cercanas al círculo militar que no podían tener sus propios hijos.
En nombre del bienestar familiar se han cometido innumerables crímenes y se han borrado demasiadas identidades.
Amalia (Estela Garelli) es la secretaria eficaz y responsable de esta fundación; es ella quien se ocupa de entrevistar a los posibles candidatos para la adopción de estos niños cuyos padres son tildados de “subversivos”. El Dr. Palacios (Carlos Kaspar) es el abogado que se encarga de filtrar a tales candidatos en una segunda etapa de supervisión, un hombre aparentemente afable y de “moral inquebrantable” que rápidamente entra en contacto con la pareja de postulantes: Pedro (Emiliano Díaz) y Marta (Florencia Naftulewicz). Él, hijo de una familia de militares; ella, hermana y amiga de mujeres que permanecen desaparecidas por ser sospechosa de realizar “actividades subversivas”. Ambos tendrán miradas muy distintas respecto del acto de adopción en estas oscuras condiciones.
Pedro no se escandaliza frente a ninguno de los requisitos, y se esmera en presentar toda la documentación para establecer una empatía con sus entrevistadores. Marta, por su parte, tendrá muchas dudas, consultas y preguntas para hacerles. La relación que su marido intenta establecer con esta gente es la de subordinación a sus superiores, pues jamás ha experimentado otro tipo de relación social en el seno de su vida familiar. Pero Marta proviene de un contexto totalmente diferente: ella es hermana de una mujer que para el poder de la época no es más que una “sospechosa” de actos subversivos y, por lo tanto, no estará dispuesta a tomar la misma actitud sumisa de su marido. Aún cuando comienza a ser interrogada con brutalidad por los representantes de la Fundación, ella se atreve a la moderada rebeldía de seguir preguntando.
Este tipo de iniciativas —efectivamente llevadas adelante durante la última dictadura— eran parte de un plan organizado y sistemático, que tenía como propósito acabar con una generación, con una cultura, con un mundo de ideas y con una parte de la historia nacional.
A partir de recibir el dato acerca del origen de los niños “dados en adopción” (hoy sabemos que podríamos reemplazar perfectamente el entrecomillado por un único adjetivo: “robados”), Pedro y Marta se ubicarán en veredas opuestas para llevar a cabo este trámite que, de tanta burocracia, se ha convertido casi en una mera transacción comercial. Ellos se ven obligados a presentar documentos personales, escrituras de propiedades, certificados gananciales, libreta de matrimonio por Iglesia y avales de todo tipo, que puedan garantizar no sólo su estabilidad económica, sino también —y sobre todo— su adscripción a los valores morales defendidos por la Fundación.
Por supuesto, el fin último de esos tediosos trámites era asegurarse de que el niño pudiera “continuar por la senda correcta” y no caer en las mimas “desviaciones” de sus padres biológicos. Este tipo de iniciativas —efectivamente llevadas adelante durante la última dictadura— eran parte de un plan organizado y sistemático, que tenía como propósito acabar con una generación, con una cultura, con un mundo de ideas y con una parte de la historia nacional. Es por eso que ir al teatro a ver una obra como La Fundación, no sólo se restringe a la degustación de un excelente hecho artístico o a la vivencia de una experiencia teatral excepcional, sino que trasciende las fronteras de lo puramente teatral y va más allá: porque una de las funciones esenciales del teatro es recomponer aquellos fragmentos de la historia que no han sido bien contados, o que han sido contados tan sólo por un puñado de voces y, en líneas generales, tienden a ser olvidados por la versión oficial.
La pieza de Susana Torres Molina nos invita a revisar este período atroz de nuestra historia, para retornar a viejos mitos y resignificarlos desde una nueva perspectiva. Con una dramaturgia cuidada y muy precisa como sustrato, actuaciones contundentes que le ponen el cuerpo a las palabras y una puesta que arrastra inevitablemente al espectador hacia estos universos de asfixia, esta obra logra alcanzar el concepto del puro teatro: cuatro cuerpos bajo una luz inquietante e intimidante; una escenografía repleta de cajas de cartón en la que parece no haber orificios de respiración; y un diseño de vestuario solemne, de colores pálidos y en consonancia con la pacatería de la época, que nos permite sumergirnos en esa oscura década sin necesidad de dar grandes saltos de fe.
«Lo-pérfido»: un epílogo contundente
Al finalizar la función para prensa realizada el día jueves 19 de mayo, los cuatro actores de La Fundación invitaron al escenario a su director Héctor Levy-Daniel y, luego de pedir a los presentes que encendieran sus celulares, se escucharon algunos fragmentos de audio con la voz de Darío Lopérfido, el actual ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires y director del Teatro Colón, responsable de las siguientes declaraciones:
En la Argentina no hubo 30.000 desaparecidos; fue una mentira que se construyó en una mesa para obtener subsidios
Si algún error enorme cometió la dictadura militar, fue no hacer un proceso legal y hacerlos desaparecer y matarlos de esa manera
Hubo muertos por dos bandas armadas, donde la población estaba en el medio, y que se haya hecho una exaltación de esa época es seguir construyendo sobre la mentira
A continuación, Emiliano Díaz leyó un comunicado redactado por numerosos referentes de la cultura porteña, en el cual se solicita la renuncia del funcionario y se lo declara “persona no grata” de la cultura. Luego de la lectura, se oyó un aplauso unánime en toda la sala. Esto ha sido replicado por muchos de los elencos porteños en varias salas de la ciudad.