El menú cinematográfico de esta semana presenta el estreno de una película chilena dirigida por Matías Lira y protagonizada por Luis Gineco, Benjamín Vicuña e Ingrid Isensee. El bosque de Karadima gira en torno a uno de los temas más ásperos de la contemporaneidad: los actos de abuso y/o violación a niños ejercidos por los sacerdotes miembros de la Iglesia Católica, con el consentimiento u omisión de sus superiores y en el seno de la misma institución.
El tema central de esta película —en sí mismo— es polémico. Sus modos de abordaje también lo son. La historia está basada en hechos reales y, en este contexto, se convierte en un dato espeluznante. El fanatismo actual por lo verídico suele carecer de todo sustento, y en la mayoría de los casos no agrega nada a la película en tanto pieza estética; en el film de Lira, sin embargo, todo cobra sentido y tiene su propio peso en la estructura que plantea. Los hechos que aquí se narran y ficcionalizan, acontecieron verdaderamente entre la década del ochenta y los años 2000 en Chile, y ese no es un dato que se pueda pasar por alto a la hora del análisis. Tampoco puede omitirse el hecho de que esta haya sido la película chilena más vista en su país durante 2015, con 320.000 espectadores.
Los hechos que aquí se narran y ficcionalizan, acontecieron verdaderamente entre la década del ochenta y los años 2000 en Chile, y ese no es un dato que se pueda pasar por alto a la hora del análisis […] Tampoco puede omitirse el hecho de que esta haya sido la película chilena más vista en su país durante 2015, con 320.000 espectadores
La historia gira en torno a las experiencias de Thomas Leyton (Benjamín Vicuña), un joven que lleva una vida bastante atormentada a causa de la carencia de una figura paterna y ciertos rasgos psicóticos en su madre, una persona insatisfecha que cambia de relaciones como si de medias se tratase. El padre de Thomy ha asesinado a un hombre, y esa es la culpa que carga el muchacho sobre su espalda. Pero todo cambia cuando conoce a Fernando Karadima (Luis Gineco), párroco y líder de la iglesia más poderosa de la clase alta chilena. Este sacerdote goza de un gran prestigio social entre los miembros de su comunidad, al punto de ser considerado un “Santo” en la Tierra.
Thomy atraviesa una crisis de identidad durante sus años de juventud: no sabe quién es ni lo que quiere hacer con su vida. En medio de esas ventiscas de incertidumbre, llega a su vida el Padre Karadima (apodado “el Santito” por sus buenos actos). De inmediato generará en este joven no sólo simpatía sino, además, un profundo sentimiento de admiración que rozará la idolatría. De algún modo, el Santito viene a ocupar el lugar que el padre asesino ha dejado vacante, y rápidamente se convierte en su guía espiritual. Thomy no tarda en establecer empatía con el cura, y finalmente se decide por el camino de Dios; es acogido por los miembros de la comunidad y en poco tiempo pasa a ser la mano derecha del Santito. Pero, lejos de lo que él cree, este será un camino empinado, áspero y muy dificultoso.
Thomy se choca contra una institución añeja, con peso propio, que ha diseñado unos mecanismos de silenciamiento y censura mucho más eficaces que los que podría haber elaborado la más despiadada de las dictaduras o el régimen político más autoritario.
El joven comienza a participar activamente en la iglesia y da sus votos a Dios. A la par de su carrera eclesiástica, Thomy elige (más bien es incitado por Karadima) estudiar medicina en la universidad. Durante las prácticas en el período de residencia, conoce a Amparo (Ingrid Insensee), una bella joven que llenará su vida de encanto y pasión. Pero en esta relación no tarda en aparecer la culpa: culpa por haberse fijado en ella, culpa por haberla seducido, culpa por haber sucumbido a sus deseos más profundos, culpa por desoír la voz de Dios, culpa por haber consumado con una mujer, pero – acaso lo más notable e imperdonable— culpa por haber traicionado la confianza del Santito, aquel hombre que supo darle todo cuando más lo necesitaba.
La cúpula eclesiástica, el poder político chileno y las clases encumbradas que rodean a estos poderosos y comparten sus banquetes de domingo con los seres más despreciables de la sociedad, son los elementos componentes de un sistema que está lejos de ser el perfecto cuento de hadas que narran a sus niños
A partir del ingreso de Amparo en su vida, la relación con el padre Karadima irá deteriorándose paulatinamente. Thomy oculta su vínculo con la joven hasta que sus compañeros descubren la traición y deciden contárselo al sacerdote. En este punto, el muchacho se ve obligado a confesar sus pecados y ruega poder quedarse en la comunidad junto a los suyos; este será el as en la manga para Karadima. A partir de ese momento contará con un hombre herido, vulnerable, lleno de culpa y resentimiento, a quien podrá usar como mejor le convenga. Pero, contrariamente a lo que uno podría imaginar, los abusos no comienzan aquí, sino que se han iniciado mucho antes. Desde su más temprana juventud, Thomy ha sufrido el abuso físico y psicológico por parte de Fernando Karadima, y este no siente ni la menor culpa por esos actos escalofriantes.
Lo cierto es que Thomy no logra realizarse en su vida: se ha graduado en medicina, trabaja en un hospital, ha formado una familia junto a Amparo y sigue perteneciendo a la comunidad que tanto ama (aunque ahora desde otro lugar, ya no en el centro de la escena y las expectativas de Karadima). Esos desplazamientos le duelen, se siente herido en su amor propio y no puede soportar ser reemplazado por su ídolo; lo que comenzó como una relación inocente bajo los parámetros del vínculo padre/hijo, se ha convertido en un lazo enfermizo donde sólo rigen la obsesión y los maltratos. Pero Thomy no puede desprenderse del todo de esta relación, porque no es él quien la ha forjado; Karadima se ha aprovechado de su vulnerabilidad para atraerlo a su rebaño y comprar su silencio. El, hasta último momento, siente que le debe algo a este cura.
Desde su más temprana juventud, Thomy ha sufrido el abuso físico y psicológico por parte de Fernando Karadima, y este no siente ni la menor culpa por esos actos escalofriantes.
Pese a todo lo que ha conseguido gracias a su esfuerzo, Leyton siempre ha sido un hombre insatisfecho en todos los sentidos de esa palabra. Jamás ha podido disfrutar de su lugar en la comunidad, ni de sus estudios, ni de su trabajo o sus bienes materiales; tampoco ha sido capaz de disfrutar de su mujer ni del sexo con ella porque hay un obstáculo entre ambos que nunca se ha atrevido a saltar. Thomy jamás ha podido hablar de esos abusos sufridos en el seno de la iglesia que tanto ama, nunca pudo quitarse esa pesada mochila de sus hombros, ni exteriorizar las culpas (que no son suyas).
Cuando Thomas finalmente decide hablar y confesar los sufrimientos a los que ha sido sometido en la iglesia por obra del padre Karadima (¿el Santito?), se choca contra una institución añeja, con peso propio, que ha diseñado unos mecanismos de silenciamiento y censura mucho más eficaces que los que podría haber elaborado la más despiadada de las dictaduras o el régimen político más autoritario. En este entramado de complicidades, engaños y silencios gastados, no hay lugar para la confesión de culpas o la redención de los pecados. Sólo uno de los miembros de esta institución está dispuesto a escucharlo y, aún así, no parece muy esperanzado en poder cambiar nada de esas estructuras ya viciadas por la corrupción. La cúpula eclesiástica, el poder político chileno y las clases encumbradas que rodean a estos poderosos y comparten sus banquetes de domingo con los seres más despreciables de la sociedad, son los elementos componentes de un sistema que está lejos de ser el perfecto cuento de hadas que narran a sus niños.
El guión de El bosque de Karadima es sólido. Las actuaciones son lo más destacable: Vicuña e Insensee logran encontrar el tono justo para representar a sus personajes. Él como un ser atormentado que no halla la salida en esta encrucijada que la vida le presenta; ella como una mujer inocente, un tanto ingenua, que ama profundamente a un hombre que no es capaz de retribuirle ese amor. Pero el gran personaje de la película es “el Santito”; Gineco logra construir una figura tan ambivalente como de seguro lo fue en la vida real. Esta versión del padre Fernando Karadima tiene toques de cinismo, malevolencia y hasta cierta gracia en sus justas medidas. Hay escenas en las que este curita nos hace reír sin mayores preocupaciones y, tal vez en la siguiente, querremos verlo muerto o tras las rejas.
La eficacia de este film dependerá del nivel de tolerancia que maneje cada espectador a la hora de ver ciertas escenas en pantalla. Con planos muy cuidados y gran destreza a la hora de la presentación, se expone lo más repulsivo del concepto de abuso. Aquí el cine se convierte en un férreo instrumento de crítica, tal como lo viene haciendo en circuitos independientes pero también en los comerciales (si no recuérdese la reciente ganadora del Oscar, En primera plana de Tom McCarthy, que trata estos mismos asuntos pero enfocados en la ciudad de Boston).
La eficacia de este film dependerá del nivel de tolerancia que maneje cada espectador a la hora de ver ciertas escenas en pantalla
Es evidente que estas temáticas ya no pueden ser esquivadas; el público lo demanda y la industria cultural elabora su oferta. Resulta interesante hacer los análisis convenientes y no dormirse en los laureles de la mera rentabilidad de esta clase de films. La lógica de mercado tiñe todas las producciones cinematográficas de presupuestos millonarios, pero es preciso entender por qué estos tópicos despiertan tanto interés en los espectadores. No es un simple dato decorativo que El bosque de Karadima haya sido la película más vista en Chile y que En primera plana se haya apropiado de la estatuilla más esperada en la noche de gala de la ceremonia de los Oscar. Si todo esto contribuye a una mayor difusión de estas problemáticas que contaminan no sólo a la institución eclesiástica sino a todos los sistemas institucionales del mundo, entonces no habrá sido en vano ese trabajo. Porque en estos casos, el arte se viste con su traje de denuncia, atreviéndose a invocar lo que no puede ser invocado y aquello que arranca a más de un funcionario, político o miembro de la Santa Iglesia de su zona de confort.
De modo que, más allá de sus virtudes o desaciertos estéticos y estrictamente cinematográficos, El bosque de Karadima se vuelve una película necesaria en el escenario que estos tiempos nos plantean.
Dijo el director Matías Lira:
Esta no es un película contra la Iglesia, al contrario, muchos sacerdotes me ayudaron de forma anónima. Fueron 4 años de lucha para sacar este proyecto adelante. Es fundamental que estos abusos se materialicen cinematográficamente, que la sociedad no olvide, se sensibilice y ojalá que se empodere. El cine es más que entretención.