Será por ella, por su compañía, que me siento bien. No como al principio. Cuando recién llegué, las mañanas eran demasiado tranquilas, las tardes extremadamente aburridas y las noches increíblemente largas. Había demasiado ruido. Tanto, que los únicos sonidos que lograba distinguir eran las puertas que se cerraban y se abrían, las pisadas que recorrían inquietas los corredores y alguna llamada telefónica ocasional. Podía sentir las miradas que se clavaban en mi espalda cada vez que atravesaba los pasillos. Miradas llenas de pánico, confundidas, molestas. Me acusaban en silencio de ser la intrusa que había roto con la monotonía rutinaria que protegía sus vidas. Nunca me lo dijeron, pero yo sabía que era así. Estaba rodeada de gente y aún así me sentía sola. No comprendía por qué estaba allí, en ese lugar tan desconcertante pero a la vez tan familiar.
Y entonces ella apareció. No hizo falta intercambiar palabras para saber que seríamos grandes amigas. Compartimos recuerdos, secretos, alegrías. Se convirtió en la única persona en la que podía confiar en ese circo de gritos inentendibles y paredes blancas. Me ayudó a recuperar la esperanza y a sonreír. Se parecía mucho a mi hermana. Pero yo sabía que esta vez sería distinto. Ella no me abandonaría.
El psiquiatra cerró la puerta de la habitación con cierto pesar. Si tan sólo Carolina hubiera tomado su medicación como él se lo había indicado, dejaría de inventar amigas imaginarias. Ahora ya no había nada que pudiera hacer. Estaría allí por mucho tiempo.