Hace unas semanas el fotoreportero mexicano, Rubén Espinosa Becerril, fue encontrado sin vida en un departamento del Distrito Federal junto a otras cuatro mujeres. El crimen representó el más reciente golpe a la libertad de expresión y se suma a una larga lista de periodistas asesinados, agredidos y desaparecidos que hacen del país del norte del continente uno de los más peligrosos para ejercer el periodismo.
“Es un cambio radical. No comienzo de cero pero empiezo de nuevo. Me da mucha, tristeza y dolor que una persona decida el rumbo de mi vida, que haya resuelto cuándo o en qué momento tengo que irme”. Rubén tenía miedo, pero se mostraba firme ante las cámaras, a pesar de haber tenido que abandonarlo todo para proteger su vida después de las múltiples amenazas y hostigamientos sufridos en Xalapa, capital del Estado de Veracruz y su hogar desde hacía casi una década. Cuando la situación se hizo insostenible, optó por el exilio. El 9 de junio recorrió 317 kilómetros sin que ninguna autoridad acudiera en su ayuda, ni antes ni después de su viaje. El 31 de julio fue hallado muerto en un departamento de la colonia Narvarte, en el Distrito Federal.
El “guerrero de la lente”, como lo llamaban sus amigos y familiares, tenía 31 años y era fotoperiodista para Proceso, Cuartoscuro y la agencia AVC Noticias. Dedicó su trabajo a cubrir protestas ciudadanas y movimientos sociales y a exigir justicia para colegas asesinados y reprimidos. “Bájale o te va a pasar lo mismo que a Regina”, le habían dicho una vez. Regina Martínez Pérez era una periodista que investigó incansablemente actos de corrupción y violaciones a los derechos humanos. Fue asesinada en su propia casa en abril del 2012, a los 49 años de edad.
“Gajes del oficio”
En México, el periodismo se ha convertido en una profesión de alto riesgo. De acuerdo a un informe publicado en 2014 por la organización Reporteros sin Fronteras (RSF), en los últimos cinco años se han registrado 31 asesinatos y decenas de detenciones y desapariciones de trabajadores de medios de comunicación, ejecutados en su mayoría por miembros del crimen organizado con la complicidad de agentes de los gobiernos estatales y federales. Si los cálculos se hacen desde el 2000, la cifra de víctimas asciende a 88, siendo Rubén Espinosa el primer periodista exiliado que es asesinado, de acuerdo a la organización internacional Artículo 19.
Pero al parecer, la violencia, la censura y la impunidad tienen su epicentro. Veracruz, estado ubicado al oriente de México, hogar de Rubén Espinosa, Regina Martínez y de tantas otras víctimas del crimen, es considerada una de las regiones más peligrosas para ejercer periodismo en América Latina. Desde el 2010, catorce periodistas han sido asesinados, cuatro permanecen desaparecidos y más de veinte se vieron obligados a abandonar el lugar por amenazas de muerte. La ineficiencia del sistema judicial y la lentitud de las investigaciones policiales se combinan con la resistencia de muchas autoridades a aceptar que algunos de los crímenes tienen su causa en el trabajo de los periodistas.
“La cosa es difícil en Veracruz”, comenzó diciendo Rubén Espinosa en su último reportaje transmitido por la emisora independiente Rompeviento TV. Y si bien numerosos medios de comunicación denuncian diariamente la incapacidad del gobierno de garantizar la seguridad para los periodistas, hay otros que lo viven como una realidad inmodificable. La violencia, las agresiones, la retención de información son considerados por muchos como “gajes del oficio”. Al menos esa es la respuesta que Espinosa recibió de algunos colegas cuando, luego de una cobertura, su equipo fotográfico fue incautado por la fuerza de la policía.
De acuerdo a un informe publicado en 2014 por la organización Reporteros sin Fronteras (RSF), en los últimos cinco años se han registrado 31 asesinatos y decenas de detenciones y desapariciones de trabajadores de medios de comunicación.
NN: No más que Números
Cuatro cifras: 40, 32, 29, 18. En un principio, lo único que se sabía de las mujeres asesinadas junto a Rubén Espinosa eran sus edades. Después, y gracias al trabajo de activistas y periodistas, se revelaron sus nombres y con ellos, algunas historias. Nadia Vera era antropóloga social, integrante de la Asamblea Estudiantil de Xalapa y de #Yosoy132, movimiento en el que la libertad de expresión encabeza la lista de una serie de reclamos a favor de la transparencia y la democratización. Conformado en 2012, #Yosoy132 se creó en apoyo a 131 estudiantes de la Universidad Iberoamericana que se manifestaron en contra del accionar represivo del actual presidente mexicano Enrique Peña Nieto, pero que fueron desestimados por declaraciones oficiales como un grupo minoritario con simpatías partidarias.
Nadia también había sido amenazada y al igual que Rubén había viajado al Distrito Federal hacía un año y medio, creyendo que allí estaría a salvo. Las intimidaciones que sufría a raíz de su participación en manifestaciones y protestas habían aumentado de tono, al igual que las agresiones que recibieron muchos de sus compañeros. Sin ir más lejos, el pasado 5 de junio, ocho estudiantes de la Universidad Veracruzana, amigos y colegas de Nadia reprimidos y encarcelados en otras oportunidades, fueron atacados a golpes y machetazos por un grupo de personas armadas que irrumpieron en su casa a la madrugada.
De las otras tres mujeres asesinadas no hay demasiados datos. Fue necesario que transcurriera casi una semana para que Yesenia Quiroz, Olivia Alejandra Negrete y Mile Virgina Martín, junto a Nadia Vera, dejaran de ser NN para la prensa mexicana. Una semana de desconcierto, burocracia, fotos y nombres falsos. Como si los femicidios de Narvarte hubieran sido daños colaterales que se suman a cifras inexplicables, detrás de las que se esconde una violencia encarnizada, traducida en el maltrato y abuso sistemático que las mujeres sufren en un país donde la tasa de crímenes de género alcanzó niveles alarmantes en los últimos años.
Como si los femicidios de Narvarte hubieran sido daños colaterales que se suman a cifras inexplicables, detrás de las que se esconde una violencia encarnizada, traducida en el maltrato y abuso sistemático que las mujeres sufren en un país donde la tasa de crímenes de género alcanzó niveles alarmantes en los últimos años.
Los asesinatos de Narvarte generan conmoción, impotencia y dejan la sensación amarga de que en México la libertad de expresión y el derecho a la protesta son sólo palabras, mientras que las víctimas no son más que números que aumentan ante la impunidad, ante los llamados macabros al silencio a fuerza de torturas, hostigamientos y violencia.