Cuando todo quema, un lugar a donde ir: un relato de Magalí Druscovich

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La cotidianeidad y las preocupaciones que atraviesan el contexto electoral actual parecen hacer más difícil generar el espacio y el tiempo para cosas nuevas. Esta crónica relata un momento, un paréntesis en la coyuntura que dos personas vienen a abrir desafiando por un rato la realidad que las rodea. 

Foto y texto por Magalí Druscovich



El domingo no todo es una mierda para Azul. Todo empieza con una pregunta el día de las elecciones primarias para presidente en Argentina. Se encuentra con su papá en la esquina de la Escuela Nº5 – Juan Bautista Alberdi en la calle Moldes. Para ella, volver a Belgrano solo significa volver a ver a sus papás. Ninguna de sus actividades están ahí, como sí solían estarlo cuando era chica.  Durante su infancia, solo existía Belgrano. Sus amigas vivían en Belgrano y, con ellas, todo el kit standard de la infancia y adolescencia burguesa de Buenos Aires: el club, la escuela, la psicóloga, bares, peluquería. Todo. 

Todo empieza con una pregunta el día de las elecciones primarias para presidente en Argentina. Se encuentra con su papá en la esquina de la Escuela Nº5 – Juan Bautista Alberdi en la calle Moldes. Para ella, volver a Belgrano solo significa volver a ver a sus papás.

La burbuja se rompió, según ella, tarde. No fue cuando entró en la universidad pública a estudiar Psicología. Fue cuando empezó a buscar un lugar para mudarse sola. Tenía 22 años. Muchas de sus amigas habían conseguido alquiler en el barrio. Pero ella no. Su sueldo de pasante en salud mental no lograba cubrir lo mismo que el de sus amigas pasantes en empresas familiares o estudios jurídicos. Así apareció Villa Crespo. Hoy, nada la identifica con el lugar de su infancia y, sin embargo, nunca cambió el domicilio. No reniega de la clase media en donde creció, le gusta que sus papás sigan cómodos en el mismo lugar. Pero hoy solo vuelve a Belgrano por ellos o para votar o tal vez para no asestar un corte final al cordón que la une a quien alguna vez fue y, tal vez, aún es.

Azul no es la única que viaja al barrio de su infancia para votar. Un domingo de elecciones, la ciudad se llena de jóvenes treintañeros independientes que, como ella, vuelven a la dirección que figura en el documento. Al lugar de origen. Vuelven de donde nunca se fueron. Algunos ya son propietarios, muchos otros alquilan y tienen un historial de más de cuatro contratos, muchos vivieron en otros países. Pero ninguno cambió la dirección. Un conglomerado de personas que viven en la incertidumbre posmoderna. Si todo puede irse al carajo, mejor tener a donde volver.



Azul tiene una sensualidad sin pulir, mezcla de timidez y salvajismo. Estatura media, ojos miel y un cabellera castaña y ondulada que luce suelta y cae por sus ojos. La fila no avanza. En una cuenta rápida, Azul y su papá promedian tener delante más de 25 personas. Por suerte sus hermanas no los acompañan en esta espera tediosa: tienen un partido de fútbol y resolvieron votar por la tarde.

“No digas así de tus hermanas”, le dice el papá. “Dale pa, si son insoportables, ni vos las bancas”, le responde Azul, riéndose de la carcajada de su padre. Risas ingenuas, con esa inocencia que se tiene en días de elecciones, cuando se permite soñar, por un momento, que tal vez las cosas puedan mejorar, aún cuando el significado de “mejor” sea siempre brumoso e impreciso. 

La enoja más que no quiera votar, que el hecho de que votará al partido opuesto. Hace poco, en una conversación con sus alumnos, quiso hacer memoria del momento en el que empezó a votar diferente que sus papás.

Azul es intensa. Después de una hora de fila y sin más conversación con su padre, comienza a inquietarse. Pero cuando su papá desliza la posibilidad de irse y no votar, Azul se enoja. Se enoja con él y con todos. La enoja más que no quiera votar, que el hecho de que votará al partido opuesto. Hace poco, en una conversación con sus alumnos, quiso hacer memoria del momento en el que empezó a votar diferente que sus papás. En la secundaria donde trabaja, todos sus alumnos de cuarto año le dijeron que iban a votar lo mismo que sus familias. A ella eso la preocupa y ocupa: cómo puede ser que asistiendo a una escuela de excelente calidad académica sienta que sus alumnos no poseen las herramientas para evaluar a los candidatos y que el 80% de sus votos esté influenciado por sus familias. Pero no los culpa: a su edad, ella hacía lo mismo.



Lo que sí recuerda bien es cómo ella y sus amigos pensaban sobre el futuro, que no es  el mismo que el de sus alumnos. Cuando era chica, todos sus compañeros querían ser artistas, vivir del arte, vivir de sus pasiones. Ahora, para sus alumnos, las pasiones son hobbies y cuando piensan en qué estudiar lo único que ven es una carrera que les permita llegar al aeropuerto. “Estados Unidos o España”, dicen. Por más que haya inglés curricular, todos sus alumnos van a un instituto extra. “¿Que país hicimos?” se pregunta Azul cuando los escucha hablar. 

Cuando el presidente de mesa la llama, ella ya está preparada. DNI en mano y recordando el video de cómo votar de forma electrónica. 

— ¿Nunca renovaste el DNI desde los 16 años? Qué bien — le dice el presidente de mesa.

—  Y viste, la juventud eterna, soy una nostálgica – le responde Azul, sonriendo.

—  Estás mejor ahora — le devolvió el presidente.

Azul se congela por un instante. ¿Es un piropo? ¿La quiere levantar?  Ella es la que siempre encara y la desconcierta por completo que alguien tome la iniciativa. Pero se recupera: — Y sí, con todas las cosas que aprendí — le dice.

El presidente sonríe. Azul ahora lo mira mejor y ve que es atractivo. Alto, ojos marrones y postura corporal relajada, lleva una remera blanca con una camisa verde de algodón desabrochada. “Descontracturado sexy”, piensa. Calcula que tiene 38. Su papá inmovil a su lado registrando todo sin emitir palabra, la fila larga de votantes cansados y hastiados, mientras ellos se devuelven sonrisas, miradas y repreguntas en un coqueteo que saben estéril pero que por lo menos ameniza la espera. 

—  Qué lenta que estuvo la fila — le dice Azul al presidente mientras ingresaba el sobre en la caja.

—  Vamos rápido si no te gusta ir lento, no hay problema — le responde él.

—  Me gusta la combinación — sentencia Azul para dejar ardiente el aula decorada por cartulinas con banderas de Argentina.

Ya en la calle, con una mezcla de éxtasis, euforia y vergüenza, agradece que a su papá no le ganó el cansancio y que gracias a eso tiene una historia para contarle hoy a la noche a sus amigas. Se dice que tal vez debiera buscarlo. Entra a Instagram para ver si encuentra alguna pista. Pero nada. No sabe ni por dónde empezar. No tiene nada. Es Francisco, su papá, el que le devuelve la euforia. Los padres a veces son más vivos de lo que se cree. 

—  Tus hermanas vuelven a la tarde, les podés… —  Francisco no llega a terminar la frase que Azul ya la está completando. Su jugada aparece.

—  Voy con ellas, listo —  dice Azul festejando un gol con sus puños en alto.

—  Yo te iba a decir que ellas te podrían averiguar el nombre, pero como quieras —  dice Francisco.



Mientras en la tele anuncian la peor elección en la Ciudad de Buenos Aires por la demora en votar y la gran ausencia de votos por problemas técnicos o porque nadie quería esperar tanto, Azul vuelve a hacer la fila de una hora junto a sus hermanas. La espera le licúa la determinación y nada de lo que pensó decirle al presidente de mesa le terminó saliendo. En verdad, no le sale nada. Llega el turno, entran las tres al aula y se queda muda. Los fiscales de la mesa callados, todos la recuerdan. Desde que se fue, en la mesa se hicieron por la conversación del presidente. Pero ahora, nadie habla.

—  ¿Que pasó? ¿Te olvidaste el DNI? —  rompe el hielo el presidente.

—  No, me olvidé tu nombre —  le responde ella.

Todas, todas las mujeres que están ahí sonríen. Más que sonreír: festejan. Porque entre mujeres, a la que va de frente se le festeja todo.  El presidente se puso colorado. Agacha la cabeza, escribe en la punta de un papel que corto rápido y se lo extiende: 

—  Diego Abreu, así no te olvidas —  le dice.

Diego, un frustrado filósofo de la Universidad de Buenos Aires, vive entre libros trabajando para una multinacional como administrativo. Le hubiese gustado ser escritor, profesor. Le preocupa la realidad del país, lee medios alternativos, “porque para entender la complejidad de lo que somos, hay que escuchar a todos”, dice.

Diego, un frustrado filósofo de la Universidad de Buenos Aires, vive entre libros trabajando para una multinacional como administrativo. Le hubiese gustado ser escritor, profesor. Le preocupa la realidad del país, lee medios alternativos, “porque para entender la complejidad de lo que somos, hay que escuchar a todos”, dice. Su opinión pesa en las mesas familiares, en las comidas con amigos, en su trabajo. A todos les gusta escucharlo. Una vez, un amigo le dijo que debería estar en la radio. Aún lo piensa. En cada colecta solidaria que hubo, Diego estuvo ahí. Lo emociona la solidaridad del argentino. Estuvo en la colecta para comprar el remedio más caro del mundo para Emma, una beba de 1 año (como 2.000.000 de argentinos más) y en la colecta de los hinchas de Independiente para salvar el club (como otros miles de argentinos). Lo emocionan esos gestos, y por eso no entiende, como todavía no somos potencia.



Es 2023. Argentina cumple 40 años de democracia. “Es mucho”, dicen algunos. “Es poco”, dicen otros. En un día donde votar es celebrar lo conquistado, dos partidos se disputan el poder. El peronismo, por un lado, y la alianza radical y conservadora por otro; sin olvidar a la izquierda con su eterno 3%. Argentina vive en democracia, pero también vive, desde hace 12 años, en una grieta clara. Celeste por un lado, amarillo por otro. O sos de uno o sos de otro. Y si no sos de ninguno, odiás a uno u odiás a otro. Esa línea divide la vida política, social y económica de todos los rincones del país. Hasta hoy.

Y todos miran, anonadados, como el ciervo que se queda mirando los faros del auto que lo atropella. La tele tuvo el mismo rating que cuando Argentina jugó la final del mundo. Nadie habla de los otros dos candidatos.

La grieta se transformó en el cráter del cual salió una erupción de lava caliente. Un nuevo candidato se adueñó de la escena política, montado sobre el hartazgo de la gente. Eso que los argentinos veíamos de afuera, de la derecha con Trump en Estados Unidos, de Vox en España, de Bolsonaro en Brasil; parecería estarnos a punto de pasar. Un argentino libertario que propone sacar libertades, un conservador que no quiere conservar nada. Y todos miran, anonadados, como el ciervo que se queda mirando los faros del auto que lo atropella. La tele tuvo el mismo rating que cuando Argentina jugó la final del mundo. Nadie habla de los otros dos candidatos. Todo, todo, es ahora el 30% que sacó Milei.

Pero mientras en las afueras del búnker de Milei, jóvenes y adultos se acercan a idolatrar a su rockstar, mientras cantan que se muera la casta, mientras gritan que se queme el peronismo, mientras aúllan por el fin de los privilegios, mientras reclaman por el cierre del Ministerio de la Mujer, mientras el país se cae, y se debate entre libertarios que no liberan y progresistas que no progresan, en la otra punta de la ciudad, en el baño de un bar de Colegiales están Azul y Diego. Diego y Azul. Los dos habían estado con ansiedad por los resultados de este día, los dos habían quedado en juntarse con amigos. Pero ahí están, un día de elecciones sin hablar de a quién votaron. Porque ahora el pelo revuelto de Azul ocupa toda la cara de Diego. La cintura de Diego ocupa toda la cintura de Azul. El país sabe el resultado final. Ellos, queriendo demorar la nueva realidad, no saben nada.


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