Última entrega de esta columna de viajes. Una biblioteca es el fin del camino: ordenar libros es mi forma de sentirme en casa, de estar en un ambiente familiar. Sé que esto puede ser el respiro entre dos canciones movidas en la misma pista de baile, pero la felicidad también puede adoptar la forma de un falso descanso. Y quiero entregarme a ese engaño.
Me di cuenta que ya no tengo nada que contar sobre el viaje. O al menos en modo de diario de viaje que es lo que intentaban, o simulaban, estas columnas. Buscando el porqué de este sentimiento, me di cuenta de que la sensación de traslado permanente ya no era la misma, que las preocupaciones mutaban del movimiento a cómo quedarse quieto de la manera más placentera. El ejemplo más concreto de los últimos días: cómo ordenar mi próxima biblioteca.
Desde hace seis meses que muevo muy pocos libros en mochilas y valijas. Sin embargo, ahora empiezan a apilarse con los recién comprados, con los que me regalaron en un festival de poesía en Cadiz, los que encontré en ferias de usados a precios de regalo. Todavía no son más que una muestra miniatura de lo que me espera en Buenos Aires, pero al mismo tiempo empezó a formar su propia identidad, así como también dan sus primeras indicaciones en este camino a tientas que emprendí.
Mi sentido de pertenencia actual en Barcelona: a pesar de estar definiendo un hogar fijo para los próximos meses, y con la incertidumbre que eso genera, ya sé que estoy acá. El orden precario de mi biblioteca bonsái así lo demuestra.
Abro el libro Quien amasa las olas, de Maximiliano Díaz, y editado por la bella editorial chilena Overol. Se lee: “Nosotros no tenemos jardín/ ni una mesa/ y aunque no podemos ver cómo/ las olas se quiebran/ y recomponen la arena/ sabemos que estamos aquí”. Descubro, gracias a esos versos, mi sentido de pertenencia actual en Barcelona: a pesar de estar definiendo un hogar fijo para los próximos meses, y con la incertidumbre que eso genera, ya sé que estoy acá. El orden precario de mi biblioteca bonsái así lo demuestra.
Sin miedo a sonar exagerado, realmente creo que una biblioteca es el fin del camino: armar el orden de autores y autoras, los distintos géneros, los distintos estilos, definir qué libros nos van a mirar de frente y costado es una manera de hacer un compromiso. Un compromiso que se apoya en la quietud momentánea. Sé que esto puede ser el respiro entre dos canciones movidas en la misma pista de baile, pero la felicidad también puede adoptar la forma de un falso descanso. Y quiero entregarme a ese engaño.
Terminar este diario de viaje no significa alejarme de la escritura y el registro de la experiencia novedosa que significa estar lejos de casa. Pero sí es una manera de aceptar que el viento cambió y la marea no es la misma. Mientras antes solo traía melancolía e incertidumbre, las olas ahora arrastran componentes cotidianos que se pueden encontrar en toda rutina: alegría, hastío, cálculos matemáticos, debates filosóficos, la repartija desordenada del amor y el desamor. Barcelona, en ese sentido, ya empezó a comportarse como Buenos Aires para mí.
Doy cuenta de la eternidad de Buenos Aires y su expansión, ya que ahora la encuentro a orillas del Mediterráneo, o en mi intento por ordenar ese conjunto de libros que todavía no tiene tamaño ni límite definido
Quiero cerrar, entonces, esta última columna de Un viaje al diario con unos versos de Borges en su Nueva antología personal, libro que compré por un puñado de euros: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:/ la juzgo tan eterna como el agua y el aire”. Doy cuenta de esa eternidad y su expansión, ya que ahora la encuentro a orillas del Mediterráneo, o en mi intento por ordenar ese conjunto de libros que todavía no tiene tamaño ni límite definido. ¿No es esa la definición de un viaje? Puedo sentir, o más bien afirmar, que ya volví a Buenos Aires cuando miro esta nueva biblioteca que gana terreno en este ambiente que ya se puede llamar hogar.
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