En La lengua de la llanura (Caleta Olivia, 2021), de Carlos Battilana, se puede encontrar una apuesta a la pausa, a la naturaleza y al pasado como vía de explicación de un presente confuso. En un diálogo constante entre razón y sentimiento, cada paisaje tiene su propia respiración, así como el poeta tiene que adaptarse a ese ritmo.
¿Cómo hablar de lo no expreso? En un mundo cada vez más acelerado, en donde ni siquiera la presencia de una pandemia mundial pudo alterar el frenesí ansioso del siglo XXI, la poesía puede ser ese lugar de sosiego, de ritmo alternativo para sentir el movimiento del pecho en una respiración diferente. La lengua de la llanura, de Carlos Battilana, es una clara muestra de esa búsqueda.
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«La brisa/ ahora/ parece insignificante/ pero es llamativa/ su voluntad», se lee en uno de los primeros poemas del libro, en donde se deja ver una de sus constantes: el apoyo sobre la naturaleza para buscar posibles explicaciones a lo que acontece. En ese sentido, cada paisaje, cada animal y cada plata contienen en sí mismos su propio pasado, formando una lengua que nunca se apaga y de la cual también pueden escucharse sus ecos entre el ruido de la modernidad.
Cada paisaje, cada animal y cada plata contienen en sí mismos su propio pasado, formando una lengua que nunca se apaga y de la cual también pueden escucharse sus ecos entre el ruido de la modernidad.
Atento a la particularidad de cada escenario y su respectiva escena, Battilana es consciente de que cada acontecimiento tiene su propia respiración, por lo que se despliega entre la prosa y el verso para captar la musicalidad de las cosas. Tal y como escribe, «nunca molesta/ ni se apresuta/ un sonido tan precioso». A su vez, es consciente que si bien las palabras pueden ser enemigas – como sentenciaba George Oppen-, también pueden ser excelentes compañeras de baile: «Las palabras en ocasiones congelan el movimiento y, sin embargo, también ´puden bailar. ¿Dónde las vi bailar?».
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La lengua de la llanura es una confirmación en la búsqueda estética de Battilana a lo largo de su obra -la cual puede leerse reunida en Ramitas (Caleta Olivia, 2019)-: una mirada atenta, sensible, que encuentra la epifanía pero no descuida la calidez a la hora de transmitirla, permitiendo así que sea el lector el que deba acomodar su cuerpo ante la revelación. Un ejemplo de esto último: «Nace una luz rosada/ detrás del horizonte/ que todo lo cubre/ incluso/ los restos olvidados del corazón/ sus restos desperdigados/ su parte más oscura».
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Ahora bien, ante todo lo dicho, no debe pensarse que este libro descuida el movimiento: tanto el yo poético como los personajes esporádicos que desfilan en los poemas se mueven en la búsqueda de rastros del pasado, en pequeñas claves lógicas y sensibles que encierren un significado. Estos poemas, después de todo, son lo que el propio Battilana escribió: «Huellas que el cuerpo/ ha dejado/ casi sin querer/ por nómada/ nomás».
Estos poemas, después de todo, son lo que el propio Battilana escribió: «Huellas que el cuerpo/ ha dejado/ casi sin querer/ por nómada/ nomás».
Por último, una breve hipótesis personal: la naturaleza tiene el alivio de no tener que lidiar con el diálogo constante entre razón y sentimiento. El ser humano corre con una desventaja infranqueable en ese aspecto. Es por eso que la admiración por el mundo nunca se detiene. Después de todo, tal y como se lee en La lengua de la llanura, «no es que haya/ símbolos/ ni aceitadas correspondencias/ entre las cosas. Nada/ más alejado de lo real», pero es imposible no verse tentado a buscarlas, a crearlas gracias a su idioma transversal como una forma de amargo consuelo.
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