La policía se autoacuarteló. La fuerza cuya omnipresencia es el caballito de batalla de la gestión de un gobierno que no tiene otra política de seguridad que no sea justamente esa saturación de agentes del orden. La sombra azul, autora material de las decenas de miles de detenciones arbitrarias que se producen por año. Los soldados encargados de hacer manifiestas y reales las divisiones simbólicas de una sociedad fracturada, de repente no estaban: habían decidido declararse en huelga por mejores salarios. Fue la noche del 3 de diciembre de 2013 y así estallaba en Córdoba aquella ola de incontables saqueos que a su vez derivó en manifestaciones de justicia por mano propia en una especie de «sálvese quien pueda».
Bajo las improvisadas leyes de esta justicia callejera, fueron atacados numerosos jóvenes, algunos de ellos presuntos saqueadores; otros, luego saldría a la luz, inocentes víctimas de estereotipos ya internalizados por gran parte de la sociedad y avalados institucionalmente, como la vestimenta, los rasgos físicos y el peor pecado de todos: andar en moto. Los videos que se iban subiendo rápidamente a las redes aquella insomne noche cordobesa, muestran la forma en que los jóvenes de Nueva Córdoba, barrio estudiantil que se volvió epicentro de estas prácticas, aplicaban las instantáneas condenas, arengados desde los balcones, desde los que llovían macetazos e insultos.
Mucho se habló del tema al día siguiente, pero de a poco se fue hablando menos hasta silenciarse. Como en una especie de proceso de negación, la sociedad cordobesa escondió bajo la alfombra uno de sus lados más oscuros, sin replantearse mucho, y los medios lo reflejaron, con muy pocas indagaciones en profundidad sobre lo que pasó, demostrando lo poco elaboradas que están las cuestiones sociales en una comunidad que sólo parece encontrar como solución para sus conflictos, la represión -en el más amplio de los sentidos.
El retorno de lo reprimido
Como suele suceder en familias que padecen alguna forma de violencia, en determinado momento alguno de sus integrantes rompe con el mandato de silencio y comienza a hablar, a mostrar hacia afuera aquello estancado dentro, a preguntarse cómo se llegó a esa situación, a buscar respuestas y eso es lo que hace Natalia Ferreyra en su documental La hora del lobo que con una mirada antropológica, intenta dar cuenta sobre lo que pasó aquella madrugada desde el punto de vista de quienes eligieron salir a la calle a defenderse de lo que consideraban una amenaza.
Conformado por cinco testimonios y fragmentos de los videos más explícitos sobre aquellos violentos ajusticiamientos, el filme logra su cometido: pone al desnudo el pensamiento de los entrevistados, expresando las lógicas idiosincráticas e ideológicas a partir de las cuales en su momento decidieron actuar, con la perspectiva que les da el tiempo transcurrido.
— En otra entrevista decías que tenías en claro que no querías caer en la justificación de estas prácticas violentas, pero tampoco en el filme se cae en recursos que plasmen lo contrario, un repudio, ¿creés que es esa crudeza ambigua de exponer los relatos, fragmentos de los videos de esa jornada y nada más lo que le da tanta fuerza al documental?
— Sí. Claramente creo que es así y por eso genera lo que genera. Igual no creo que haya una crudeza ambigua, ni tampoco que sea necesario hacer un repudio. Ya con el recorte y cómo se muestran los hechos, es suficiente. No creo que haga falta bajar línea de algo que para mí fue brutal. Ni tampoco era la intención hacerlo. Hay dichos y acciones tan contundentes que con mostrarlos y exponer la justificación que hay por detrás, ya está. Creo que un repudio explícito no hacía falta, iba a perder fuerza el relato y sobre todo, iba a hacer lo mismo que funcionó esa noche: el prejuicio y el repudio a un otro. Si la gente no lo ve, es una cuestión de la gente. No puedo hacerme cargo de las interpretaciones de los espectadores. Pero sí hay gente que no vio la película, vio lo que quería ver, en función de cómo la hubiera hecho, o en función de lo que ellos piensan sobre esos hechos sociales en particular. Entonces, no ve la película, ve más allá de la película. Pero eso, supongo, pasa mucho en películas documentales como esta. A mí, a nosotros, el equipo que trabajó conmigo, no nos interesaba ese tipo de relatos condenatorios explícitos. Con exponer, era suficiente. Y también, claro, con eso dábamos libertad a que cada uno hiciera el procesamiento ideológico de la peli que quisiera.
— En relación a lo anterior, y teniendo en cuenta que una de las premisas que te planteaste cuando comenzaste a trabajar era no justificar este tipo de violencia, sorprende escuchar y leer las diferentes interpretaciones sobre el «mensaje» que se quiere dar. ¿Te encontraste con interpretaciones inesperadas de tu trabajo? ¿Qué te generan?
— Sí, pero por suerte fueron las menos. Sólo dos devoluciones me molestaron pero supongo que es común que moleste o al menos yo estoy trabajando con eso, con la crítica. Pero tenían más que ver con lo que mencioné antes, querían otra película y eso para mí es no ver la película, no entender el punto de vista, no ver el por qué elegí eso. La película mueve cosas muy jodidas, entonces hay que ver eso, de dónde viene y de quién viene la interpretación. Pero en general, la gente sale muy movilizada después de verla y se da cuenta que lo que pasó fue terrible y eso ya es un logro. Porque desde mi punto de vista sentí que se tapó, pasaron los días y las noticias ya eran otras. Esta fue una suerte de volver a mostrar eso.
Con una exagerada presencia policial, Nueva Córdoba es uno de los sectores de la ciudad en los que más explícita se hace la política de segregación aplicada por el Gobierno de la Provincia mediante los constantes controles que recaen principalmente sobre jóvenes provenientes de otros barrios de la ciudad con ciertos rasgos culturales, físicos y de vestimenta -sumamente estrictos si a eso se suma que se trasladan en motocicletas-, orientados a generar una especie de barrera social que resulta tan notoria como frágil.
— ¿Por qué elegiste el barrio de Nueva Córdoba como el escenario en el cual trabajar y obtener los testimonios?
— Porque es el barrio donde, desde mi punto de vista, se mostró la brutalidad de una manera casi obscena. Esas masas corriendo me conmovieron, me enojaron. Y creo que Nueva Córdoba, al tener variables particulares funcionó como funcionó por algo: juventud, mucha gente en escaso territorio, lógicas particulares de vida y consumo, un lugar donde el Código de faltas se aplica todos los días a toda hora. Entonces, la variable policía se cae y aparece todo lo otro: cómo defender un territorio de desconocidos que no pertenecen a él. Vi que ahí funcionó algo que no tiene que ver con la defensa de la propiedad privada, que eso hubiera sido otro tema, sino que tiene que ver con otras cuestiones que la película, creo, deja en claro. Quería mostrar el dispositivo que funcionó esa noche. Y lo que ya dije muchas veces: una juventud universitaria, que reacciona así, me asustó. Quería indagar en eso. Debía haber razones que hicieran que los chicos actuaran como lo hicieron. No son ni somos animales. Yo no reduzco lo humano a lo animal, le exijo más a las personas.
— ¿Qué pensás del barrio, qué particularidades percibís en él?
— Nunca pensé mucho más que era un barrio de estudiantes, lindo, con calles que me hacen acordar a Buenos Aires. Pero sí percibí cómo se fue transformando en los últimos diez años, que hay estudiantes que tienen una clase de vida mucho más sofisticada de lo que tenían mis compañeros cuando yo estudiaba. Se gasta mucho, se consume mucho y hay un clima de vacaciones que a cualquier estudiante le gusta. Igual, no me interesa hablar de Nueva Córdoba en sí, pero sí creo que funciona con lógicas diferentes, como todos los barrios de cualquier ciudad. Pero siempre estuvo asociado al barrio de los estudiantes y quizás, por eso me conmovió tanto.
De los cinco participantes del documental, uno de ellos se distingue porque no salió «a cazar», sino que las circunstancias lo fueron llevando a una situación en la que se sintió en la necesidad de ayudar a un joven que los enardecidos estudiantes querían castigar, llegando a una situación extrema en la que nunca hubiera imaginado estar y que reservamos para quienes vean la película, pero que marca una línea que no pasa desapercibida en este panorama violento y aparentemente inevitable: que existe la posibilidad de elegir, que, como dice Natalia, «no somos animales».
— ¿Te sorprendió lo que pasó en ese momento?
— Sí, nunca pensé que podía suceder eso en mi ciudad, y en ese barrio de estudiantes. Quizás tenía – y tengo- una imagen muy idealizada del ser estudiante universitario: la idea de la reforma del 18, del Cordobazo, de los estudiantes comprometidos con lo más sensible socialmente, todo eso, esa noche quedó radicalmente demostrado que ya no está, por lo menos, no en una mayoría, o no en los grupos que actuaron así. Pero el foco era otro, era entender qué llevaba a un pibe a bajar de su departamento y ejecutar una política de defensa. A dejar el miedo de lado y pasar a ser actor. Y claro, está el otro estudiante que tomó otra reacción y que también está bueno verlo. No todos reaccionamos ante un mismo hecho de igual manera. Las ideas nos moldean y ahí, creo está el quid de todo. Qué ideas sustentaban estos procedimientos.
— Comenzás el documental tratando de entender un poco algo tan complejo como la violencia. Hoy, ya realizado, presentado en festivales, criticado, debatido, etc. ¿Qué lectura hacés de lo sucedido? ¿En qué sentido te enriqueció el trabajo realizado para poder comprender lo que pasó?
— No cambió mucho lo que pensaba. Esa brutalidad sólo se ejecuta si tenés algo por detrás que avale eso. Qué tipo de ideas de sociedad tenés, qué importancia le das a ciertos valores y derechos, cómo entendés al otro. Que haya tratado el tema con seriedad y tratando de no polarizar el relato ni bajar línea, no significa que yo no tenga un posicionamiento sobre el hecho político y social en sí.
— ¿Mantenés algún tipo de contacto con los participantes del corto? ¿Tuviste noticias de que alguno de ellos se haya sentido sobreexpuesto u ofendido por el producto final o por alguna lectura, teniendo en cuenta la repercusión del filme?
— No, no tengo relación con los chicos. Sólo me junté a ver la película cuando estuvo terminada con el único que me pidió verla. Le gustó. Creo que se sintió respetado y que había reflejado su sentir. Eso lo tenía que hacer con todos y creo que resultó. Fuimos muy estrictos con eso, con mostrar en la película los microuniversos de cada entrevistado, la situación de cada entrevista y cómo eso configuraba el propio universo general de la película sin que sea percibido como un rejunte. Más allá de lo que yo pensara, esa persona se estaba abriendo a mí y debía reflejar en pocos minutos cómo vivió esa noche, respetar su realidad y visión de “mundo” y no el mío como realizadora.
— El documental tuvo buenas críticas, una gran recepción y difusión por parte del público y fue presentado en varios festivales y salas. En lo profesional, ¿te abrió puertas, tenés propuestas para nuevos trabajos, qué perspectiva tenés en ese sentido?
— Todavía no. Ojalá se abran, sería hermoso que eso suceda. Tengo muchas ganas de seguir haciendo documentales. Pero me gano la vida de otra forma, en otro rubro. Sería muy lindo poder trabajar con gente que viene haciendo cine en Córdoba hace mucho, que respeto y admiro. Y creo que necesito aprender mucho, pero para eso me tienen que dar los espacios. Habrá que ver. Si no se abren, haré lo mismo que esta vez, lo haré con los que crean en las nuevas ideas y proyectos. A veces no hay que esperar que las cosas sucedan, sino que hay que ir a buscarlas.
El documental La hora del lobo, que estuvo disponible en la web durante una semana y participó en festivales como el BAFICI y el Festival Internacional de Cine de Cosquín, es fruto de un trabajo de posgrado y ya fue presentado en varias salas en Córdoba y Buenos Aires, a la espera de nuevas presentaciones tanto en festivales como en cines.
LA HORA DEL LOBO
Idea y Dirección: Natalia Ferreyra
Producción: Ana Lucía Frau
Cámara: Facundo Moyano
Montaje: Gisela Hirshfeld