¿Qué pasa cuando el dolor se convierte en duelo? ¿Qué puede aportar la dulzura en medio de la oscuridad de la muerte? La escritura de Joan Didion, fallecida recientemente a sus 87 años, aporta nuevas claves para dilucidar el tránsito entre lo que podría llamarse normalidad a los cambios irreversibles.
«La vida cambia en un instante. El instante normal», se lee al principio de El año del pensamiento mágico, el libro icónico de Joan Didion que ayudó a miles de personas a transitar el duelo o, para quienes aún no experimentaron la muerte de un familiar o ser querido cercano, preparar el terreno. Más adelante, agrega la autora: «Enseguida vi que no hacía falta añadir la palabra «normal», ya que era imposible olvidarlo: la palabra no se me iba nunca de la cabeza. De hecho, era la naturaleza normal de todo lo que había precedido al suceso lo que me impedía creer de verdad que había sucedido, absorberlo, incorporarlo, dejarlo atrás«.
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Ahora, en un vuelco inevitable del guion, somos miles de lectores los que despedimos a Joan Didion luego de que falleciera a los 87 años en las vísperas de Navidad. En la lectura, tanto de su ficción como de sus crónicas y artículos periodísticos, encontramos nuevas maneras de decir, de explorar el sentido: por un lado, un periodismo sensible, con el ojo del cronista siendo partícipe necesario del recorte elegido y no siendo vendido con la premisa de una falsa objetividad.
Todo lo no dicho en sus textos conmueve por igual que lo puesto en la hoja, como si supiera administrar el caos de toda experiencia que involucra a los sentimientos.
En tanto, en la ficción nos encontramos con personajes inestables que hacen lo que pueden según venga el juego de la vida, sin necesidad de crear arquetipos de conducta ni mensajes que se puedan confundir con la moraleja. Didion, nacida en 1934, manejaba una prosa en apariencia simple, pero compleja en términos de matices y omisión. Todo lo no dicho en sus textos conmueve por igual que lo puesto en la hoja, como si supiera administrar el caos de toda experiencia que involucra a los sentimientos.
Es más, en Joan Didion: el centro cede, documental sobre ella dirigido por su sobrino Griffin Dunne, va a dar una de las mejores definiciones sobre el actor de escribir que encontré: «Me paralizaba la convicción de que escribir era un acto irrelevante, que el mundo tal como lo había entendido ya no existía. Si tuviera que volver al trabajo, tendría que hacer las paces con el desorden».
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Quien haya atravesado el duelo de un familiar cercano o un ser querido, de esos que integran el día a día, sabe a la fuerza que el concepto de normalidad no era más que una burbuja dispuesta a explotar en cualquier momento. Cuando Didion se lanzó a escribir El año del pensamiento mágico primero y, después, Noches azules, creó un género inexistente hasta el momento pero necesario: una guía para atravesar el duelo.
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Ambos textos surgidos a partir de la muerte de su marido John Gregory Dunne en 2003 y su hija Quintana Roo en 2005, luego de una larga enfermedad, brindan una clave para sostenernos en el desorden. Se lee en El año del pensamiento mágico: «Hasta ahora solo había pasado por el dolor, pero no por el duelo. El dolor era algo pasivo. El dolor era algo que te pasaba. Pero el duelo, el acto de lidiar con el dolor, requería atención. Hasta entonces había tenido mil razones apremiantes para no prestar una atención que en otro caso sí habría prestado, para desterrar todos los pensamientos que me venían a la cabeza y dedicarle más adrenalina a la crisis abierta”.
«Sé por qué intentamos mantener con vida a los muertos: intentamos mantenerlos con vida para tenerlos con nosotros. También sé que si queremos seguir vivos llega un momento en que tenemos que dejar ir a los muertos, dejarlos ir, dejarlos muertos».
Leer a Joan Didion es adentrarse a la dulzura de la respuesta ante lo inesperado, al río revuelto de los acontecimientos en donde nos damos cuenta que, tal y como escribió en Según venga el juego: «En el mundo entero no había suficiente sedación para tanto peligro instantáneo». Se podría pensar que si no hay manera de acallar el dolor, entonces no queda más que incorporarlo, al igual que al deseo, y depositarlo junto a todo aquello que no se puede resolver pero motoriza la existencia.
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O como escribió la propia Didion: «Sé por qué intentamos mantener con vida a los muertos: intentamos mantenerlos con vida para tenerlos con nosotros. También sé que si queremos seguir vivos llega un momento en que tenemos que dejar ir a los muertos, dejarlos ir, dejarlos muertos».
La dulzura del duelo viene a contrarrestar, o al menos a hacer una suerte de contrapeso, ante la oscuridad del dolor que deja toda muerte. La muerte genera el último vinculo con los seres queridos, es ese momento en el que nos damos cuenta que nada más puede alterar lo que nos une: la distancia como un nudo eterno, irrompible. En un hermoso poema de la poeta estadounidense Sharon Olds, encontramos sobre el vínculo con un padre recién fallecido: «Pero luego, un rato después de que murió,/ de pronto pensé, con asombro, él siempre/ me va a amar ahora, y me reí – estaba muerto, ¡muerto!».
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