Akelarre, la co producción francesa, argentina y española dirigida por Pablo Agüero da un giro a la representación de la brujería en las películas tradicionales del cine moderno. Ni maldiciones, poderes o crímenes invisibles: un grupo de amigas condenadas por ser libres y que usan esa misma libertad como fuente de resistencia.
La figura de la bruja en el cine ha pasado por representaciones que se encuentran ya ancladas en el imaginario: lo fantástico de Disney, las películas de terror en donde son asesinas invisibles – como El proyeto Blair Witch (1999) o La bruja (2015) -, adolescentes que hacen pactos con el diablo, maldiciones que arrasan con pueblos. El catálogo de películas modernas sobre brujería es extenso, pero centímetros más o menos, no se mueve del mismo espectro: mujeres estigmatizadas, demonizadas, las antagonistas de la película, el enemigo a atacar, con poderes que les permiten cometer crímenes atroces. Numerosos trabajos que tienen sus raíces en el activismo feminista han demostrado ya hace tiempo los orígenes de esa representación y lo que en realidad encubre. Como desarrolla Silvia Federici en El Calibán y la bruja, las persecuciones de mujeres acusadas de brujería en la historia moderna significó un genocidio que tiene sus raíces en la expropiación del saber y el cuerpo de las mujeres como paso para la transición al capitalismo.
Akelarre (2020), la co-producción española, argentina y francesa dirigida por el argentino Pablo Agüero y escrita junto a Katell Guillou no va tan lejos en esa historización pero sí presenta un enfoque diferente y realista, haciendo foco en el machismo, la religión, la opresión y la condena de la libertad.
Akelarre (2020), la co-producción española, argentina y francesa dirigida por el argentino Pablo Agüero y escrita junto a Katell Guillou no va tan lejos en esa historización pero sí presenta un enfoque diferente y realista, haciendo foco en el machismo, la religión, la opresión y la condena de la libertad. Basada a partir del libro La bruja, escrito en el siglo XIX por el historiador vasco Jules Michelet y prohibido durante 50 años, que enmarca la caza de brujas como una persecución política global, la película es un reflejo de la violencia sufrida por las mujeres con claros ecos en la actualidad. El largometraje, ambientado durante la época de la Inquisición española a comienzos del siglo XVII, se sitúa en un pueblo de marineros del noroeste del territorio, en el País Vasco, cuyo idioma es también condenado y considerado por los inquisidores como una lengua «profana».
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La primera escena comienza mostrando el horror de la época: hogueras ardiendo, mujeres asesinadas por orden del juez Rostegui, (Alex Brendemuhl), inspirado en un personaje real, Pierre de Lancre, responsable del asesinato de 300 personas al atribuirles la participación en brujería. Su mano derecha, el secretario Salazar (Daniel Fanego), burócrata de la corte del tribunal supremo, aunque firme en los procesos necesarios para las condenas, muestra algunos momentos de duda. “¿Y si el Sabbat no existiese?”, le pregunta al inicio a Rostegui. El Sabbat, es el nombre que el juez le da al supuesto rito para invocar el diablo, y por el cual ejecuta a mujeres, acusándolas de practicarlo con pruebas inexistentes. Esa es su intención con un grupo de seis amigas que captura al inicio de la película. Su crimen: haber pasado una tarde en el bosque bailando y cantando, divirtiéndose. Y para el juez Rostegui esa libertad se castiga y solo puede ser un indicio del diablo.
El Sabbat, es el nombre que el juez le da al supuesto rito para invocar el diablo, y por el cual ejecuta a mujeres, acusándolas de practicarlo con pruebas inexistentes. Esa es su intención con un grupo de seis amigas que captura al inicio de la película. Su crimen: haber pasado una tarde en el bosque bailando y cantando, divirtiéndose. Y para el juez Rostegui esa libertad se castiga y solo puede ser un indicio del diablo.
Ante la tortura física y psicológica, Ana (Amaina Aberasturi), decide incriminarse: mentir y confesar los crímenes de los que se la acusa para liberar de la culpa a su grupo de amigas y para ganar tiempo hasta la llegada de los marineros del pueblo, con la esperanza de que puedan ayudarlas al volver de su viaje. Comienza entonces un punto de quiebre en donde el grupo de amigas se enfrenta al poder e intenta tomar el control de la situación, desarrollando una manipulación inversa con la que van a buscar salvar sus vidas. Ana inventa los detalles del Sabbat y consigue que Rostegui le permita recrearlo antes de la ejecución. La fotografía de Javier Aguirre, los contrastes entre los claros (representados en la luminosidad de las jóvenes) y los oscuros (encarnados en las figuras de la Iglesia) juega un papel fundamental a la hora de plasmar las sensaciones de la historia.
La tensión marca la trama de principio a fin: un juego constante y un giro en donde las mujeres de esta historia buscan tomar el control, No son los poderes mágicos los que se involucran en esta historia, es el baile como símbolo de libertad lo que en un principio las condena y lo que luego marcara el núcleo de su resistencia. Una visión fresca y un escape a las representaciones lineales de la figura de bruja que caracterizan las películas del cine moderno.
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