Franco Verdoia es cineasta de origen y en 2018 obtuvo una mención honorífica del Fondo Nacional de las Artes por su obra de teatro Late el corazón de un perro. La puesta acaba de estrenarse en Espacio Callejón y cuenta con las interpretaciones de Diego Gentile, Mónica Antonópulos y Silvina Sabater. Puede verse los sábados a las 18 hs. (Humahuaca 3759).
La protagonista de esta historia es Mabel (Silvina Sabater), una mujer que padece el síndrome de Diógenes, trastorno que la obliga a vivir recluida en un viejo caserón de la provincia de Santa Fe, entre montañas de objetos inútiles de los que no puede deshacerse. Ante la notificación de desalojo por peligro de derrumbe, su hija Ana (Mónica Antonópulos) deberá suspender las actividades como azafata para volver al pueblo de origen y resolver los asuntos legales de su madre. En ese proceso se encontrará con Hernán (Diego Gentile), uno de sus amigos de la infancia.
La temática es interesante y novedosa en el campo teatral. Hace algunos años Javier Daulte se sirvió de ese mismo trastorno para crear uno de los personajes protagónicos del unitario de TV Tiempos compulsivos; en aquella ficción Carla Peterson interpretaba a Inés, una paciente que padecía la misma compulsión al aislamiento y a la acumulación obsesiva de la criatura encarnada por Sabater. Sin embargo, el síndrome en cuestión parece una buena excusa para tocar aristas mucho más atractivas: la acumulación de recuerdos de un pasado glorioso, la construcción de ficciones para eludir el fracaso presente, la relación invertida entre una hija que debe hacerse cargo de su madre o el vínculo de dos amigos que se han convertido en seres muy distintos desde la última reunión.
Antonópulos y Sabater recrean la rispidez de esa relación entre una hija desbordada por la situación y una madre ultra corrosiva que ni siquiera se preocupa por mantener las apariencias puertas adentro. El personaje de Gentile es el que quiebra ese clima tenso y agrega color a la escena con buenas cuotas de humor, un acento provinciano bien trabajado y cierta ternura inocente: él es el muchacho que nunca se atrevió a salir del pueblo, el chico tímido que conoce cada detalle biográfico miserable de la familia del intendente (padre de Ana y marido de Mabel).
El texto presenta algunos elementos valiosos en sí mismos, por ejemplo, el arco dramático de los tres personajes; ninguno termina en el mismo punto donde comenzó y el movimiento para llegar a la escena final los modifica de manera significativa: todos descubren algo vital en ese tránsito. Por otra parte, el material apuesta a crear imágenes vívidas en la cabeza del espectador: aún en el contexto de esa casona venida a menos podemos imaginar a Mabel estrechando la mano del presidente de la Nación o del mismísimo Papa; sabemos que hay altas probabilidades de que se trate de fantasías hilvanadas en la mente perturbada de la «loca del pueblo», pero también deseamos que todo sea cierto.
El encuentro entre madre e hija desata la tormenta porque pone en evidencia todo lo que pudo haber sido y no fue, enfrenta a Mabel con sus deseos suspendidos o resignados. Otro elemento a destacar es la escenografía a cargo de Alejandro Goldstein, que resuelve con economía y eficacia el resultado acumulativo del síndrome de Diógenes a través de una escultura dispuesta en el centro de la sala de Espacio Callejón. El oficio de estos intérpretes hace que los engranajes planteados en el texto funcionen de manera orgánica, con momentos de gracia y acidez.