La calma mágica es uno de los estrenos más recientes en TIMBRe4 y lleva todo el delirio a las tablas. Se trata de un texto creado por el dramaturgo español Alfredo Sanzol y dirigido por Ciro Zorzoli, que además cuenta con las actuaciones de cuatro referentes del espacio: Claudio Tolcachir, Gerardo Otero, Tamara Kiper e Inda Lavalle. Puede verse los viernes a las 23 hs. y los sábados a las 20.30 hs. en TIMBRe4 (México 3554).
“Esto es un delirio”, dice la mayoría de la gente al salir. Y, efectivamente, de eso se trata. La próxima pregunta a formular podría ser: “¿Delirio bien o delirio mal?”. Esta crítica tratará de explicarlo. La calma mágica es, antes que nada, una exploración y un reencuentro con los componentes lúdicos del teatro, un gustoso retorno al homo ludens. ¿Qué otra cosa es el teatro si no un juego en donde actores y espectadores pactan creer todo lo que ocurra sobre el escenario durante una hora, en nombre de la fe poética?
Osvaldo (Claudio Tolcachir) llega a una entrevista laboral y Olga (Inda Lavalle), una de las oficinistas, le ofrece hongos alucinógenos para que descomprima y pueda soltarse durante la evaluación. Lo que sigue es justamente ese “soltar”, el despojo absoluto de cualquier referencia, estabilidad o equilibrio; es como si con ese solo gesto el dramaturgo borrara de un plumazo piso, paredes y techo: todo al mismo tiempo. Cuando las referencias se derrumban, la desprotección aumenta y emerge algo nuevo. Esa vulnerabilidad proviene de la pérdida de control, y en el texto está representada por la orfandad de Osvaldo: su incapacidad (y la de todos) para imperar sobre la muerte.
El cuarteto actoral local recrea el texto de Sanzol con solvencia y recursos ingeniosos; hay aquí un código muy peculiar que no permite leer esta obra con los lentes tradicionales. Se entra al juego o no se entra. Poco a poco, esa oficina —una oficina que de todos modos está lejos de ser el espacio gris que cualquiera podría imaginar— va mutando, simultáneamente a los personajes que la habitan: un simple cubículo repleto de pantallas; la casa de Martín (Gerardo Otero), el compañero egocéntrico que se ríe de las desgracias ajenas y viraliza un video en el que Osvaldo está roncando en horario laboral (otra de las cosas sobre las que él pierde control); una selva en Kenia.
Tras la muerte de su padre, Osvaldo intenta dar una vuelta de timón: toda la vida se le ha dicho que ser actor no es un trabajo serio, así que ahora intentará cambiar el rumbo y hacer lo que “cualquier hijo de vecino hecho y derecho” haría: pasar un tercio de cada día sentado en una oficina. En ese tránsito va encontrándose (o desencontrándose) con el resto de los personajes: Olivia (Tamara Kiper), de quien cree estar enamorado; Olga, la mujer que lo guía hacia este mundo psicodélico; y Martín, con quien nunca logra relajarse del todo.
Llevar al teatro este imaginario psicodélico producido por los hongos no es tarea sencilla, pero el equipo desenvaina interesantes recursos y el resultado es hilarante: los mejores momentos son aquellos en los que se ven las hilachas de esta confección dramático-humorística. Quizás cuando más se espera, la risa no llega. Pero en cuanto los espectadores ceden y se dejan llevar por el instinto, allí es cuando aparece el verdadero tono de la propuesta. Aquí hay búsqueda y riesgo en función de los cuerpos, el espacio, los objetos escénicos y las sonoridades. A veces el puerto está a la vista; otras veces no. La dinámica de esta maquinaria impredecible irá aceitándose cada vez más con el correr de las funciones: el talento de los intérpretes lo garantiza.
Este tipo de planteos en donde cualquier cosa puede pasar en cualquier momento tiende a producir cierto vértigo. Los actores no «actúan» del modo convencional, sino que visten la piel de exploradores de lo incierto. Van en busca de nuevas tierras o, acaso, de lo más primitivo y ya olvidado: el juego («hacer de cuenta que»). ¿Hacia dónde va esto? La respuesta podría ser: hacia donde la cabeza del espectador decida ir. Dijo Claudio Tolcachir sobre su regreso a la actuación con La clama mágica: “Felicidad de cambiar de roles, de entregarse a nuevas manos, de transitar el famoso vacío de perderse en lo que no se conoce”. Si el espectador asiste a la sala con el impulso de perderse, la experiencia sin dudas será sumamente enriquecedora.