Los sueños de Darío y Maxi, frente a la histórica represión estatal

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Hace 16 años, el Estado mataba brutalmente a Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. Ambos jóvenes fueron asesinados por la Policía Bonaerense en un contexto de estallido social y bajo órdenes de un gobierno que mantenía políticas económicas que condenaban a los sectores populares a la pobreza, el hambre y la miseria. Frente a los sueños de rebelión social de Dario y Maxi, la respuesta estatal fue y será la represión. (Foto: Colectiva Fotografía a Pedal/El Furgón)



A pocos meses del estallido de la crisis del 2001, el miércoles 26 de junio de 2002, organizaciones de desocupados y piqueteras decidieron cortar el puente Pueyrredón, como parte de un plan de lucha contra el gobierno incipiente de Eduardo Duhalde. Un gobierno que mantenía las mismas políticas económicas neoliberales que acrecentaban la desigualdad social y seguían condenando a miles de personas a la exclusión de un sistema hecho para pocos.

Allí se acercaron Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Ese día, con 25 y 22 años respectivamente, fueron asesinados por las fuerzas represivas en un operativo que desde los funcionarios estatales preveía muertos, detenidos y heridos. Frente al estallido social, la única solución para controlar los reclamos populares era la sangre de los militantes. Una condena, sin juicio, para contener a los excluidos que se estaban rebelando.

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Darío y Maxi eran militantes en el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) en diferentes localidades. No llegaron a conocerse antes. Ese día, en el medio de la salvaje represión, Darío entró a la estación de Avellaneda para auxiliar a Maxi, que ya agonizaba por los disparos de plomo que había recibido pocos minutos atrás. No pudo hacer mucho, los efectivos de la Policía Bonaerense lo obligaron a irse y ahí, de espaldas, recibió los disparos asesinos. Los mataron.

Kosteki y Santillán creían en el cambio social desde abajo, en los barrios y de los sectores populares. Sufrían las políticas económicas en carne propia y se resistían a un modelo económico y social que desde hace rato los excluía. La desigualdad se acrecentaba al ritmo en que la pobreza y el hambre se hacían sentir de forma muy dura en los barrios más vulnerables del conurbano bonaerense.



La represión en Avellaneda fue un intento de imponer un freno a la movilización social que aumentaba desde la década del ’90 con los movimientos de desocupados y piqueteros que conformaban una resistencia al neoliberalismo que golpeaba cada vez más fuerte. Sin embargo, la sangre de Darío y Maxi -como señala la canción popular- no fue derramada, sino que sus sueños de cambio social fueron recuperados, una y otra vez, para la rebeldía de los movimientos sociales hartos de un sistema que oprimía y sigue oprimiendo.

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En la actualidad, la lucha contra la desigualdad, los despidos, el endeudamiento y las políticas represivas que intentan contener el reclamo social son banderas que se mantienen, frente a un sistema que nunca dejó de excluir. Esta experiencia de lucha popular, y el reclamo que motivaba la militancia de Darío y Maxi, es un ejemplo de la cruda represión a la que muchos movimientos sociales están expuestos cuando lo que intentan es modificar un sistema de raíz.

En un contexto en que la represión se consolida como política de un Estado mediante la acción de las fuerzas y el aval discursivo de los funcionarios actuales, en un proceso creciente de criminalización de la protesta social y con un gobierno que cumple el récord represivo en democracia, es necesario reponer la Masacre de Avellaneda para entender que la respuesta estatal ante la liberación social es, y va a ser, la represión. A pesar de eso, los sueños de Darío y Maxi seguirán intactos.

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