Hoy se cumple un nuevo aniversario del fallecimiento de Gustavo Roldán, uno de los mayores exponentes de la literatura para chicos latinoamericana, que publicó más de sesenta títulos a lo largo de su vida. Su trabajo se destacó por recuperar la oralidad de los relatos populares y por ir contra las tendencias pedagógicas y moralizantes que muchas veces entorpecen al cuento infantil. Sus inicios como escritor, su narrativa y poesía, en la siguiente nota.
“Aspiro a escribir textos donde la cantidad de años que tenga el lector no sea más que un accidente, como el verano o la lluvia o el frío”, afirmó alguna vez Gustavo Roldán en su autobiografía. Ese fue uno de los horizontes que mantuvo a lo largo de su vida: reivindicar la escritura para chicos como literatura en sí misma, sin encasillarla en un subgénero muchas veces considerado “menor”, ni subestimar a sus destinatarios. Con esta convicción fue que se convirtió en uno de los mayores exponentes de literatura infantil latinoamericana, gracias a un camino que comenzó en la década del ‘80 y a través del cual publicó más de sesenta títulos que le valieron múltiples reconocimientos.
Su primer libro, El monte era una fiesta (Ediciones Colihue, 1984), instauró la impronta fundamental de su trabajo: el folclore, la oralidad y la reelaboración de relatos populares con los que se formó durante su propia infancia en Fortín Lavalle, provincia de Chaco.
Su primer libro, El monte era una fiesta (Ediciones Colihue, 1984), instauró la impronta fundamental de su trabajo: el folclore, la oralidad y la reelaboración de relatos populares con los que se formó durante su propia infancia en Fortín Lavalle, provincia de Chaco. Los cuentos que alimentaban los fogones y las rondas del mate en la rutina del monte fueron, sin que Roldán lo supiera, el inicio de una trayectoria fructífera. Allí tomó contacto con la mitología del litoral argentino-paraguayo, que el escritor recuperó mucho tiempo después, para transmitir a sus hijos durante los años ‘60. Fueron ellos quienes, años más tarde, le sugirieron inmortalizar esas historias en papel. Los cuentos de su esposa, Laura Devetach, reconocida escritora de literatura para chicos, terminaron de afianzar su interés por un universo escrito desde y para la infancia.
A diferencia de la costumbre de la época, las historias de Roldán estuvieron marcadas desde un inicio por lo autóctono: sapos, zorros, quirquinchos, ñandúes, bichos colorados fueron algunos de los tantos animales que protagonizaron ese imaginario picaresco que caracterizó su escritura. Estos animales, sus “amigos desde chico”, como el autor los llegó a llamar, le permitieron encarnar temas tradicionalmente censurados en la literatura infantil. La muerte, la política, la crítica social se introdujeron hábilmente gracias a estos personajes con los que esquivó las limitaciones moralistas y la tendencia pedagogizante siempre latente. “De pronto, un piojo, un sapo, un coatí, escapan a la censura y marcan una distancia que me es muy útil para quebrar lo prohibido”, afirmó Roldán en una entrevista.
Como en los fogones de su niñez difundió sus historias, construyendo espacios de reflexión que contagiaron su entusiasmo y sostuvieron la importancia del rol de los chicos como protagonistas activos de la lectura.
Así, cultivando los localismos que las grandes editoriales buscaron neutralizar para masificar la comercialización, Roldán enriqueció su escritura y recorrió escuelas y bibliotecas de todo el país. Como en los fogones de su niñez difundió sus historias, construyendo espacios de reflexión que contagiaron su entusiasmo y sostuvieron la importancia del rol de los chicos como protagonistas activos de la lectura. Fue allí donde el escritor encontró su lugar, que años antes había ocupado la docencia en la Universidad Nacional de Córdoba, y de la cual había sido expulsado junto con su esposa y amigos luego del golpe de Estado en 1976.
Con el retorno a la democracia y la apertura de nuevos espacios editoriales, Roldán, ya instalado en la Ciudad de Buenos Aires, donde también se desempeño como carpintero, dirigió junto a Laura Devetach varias colecciones editoriales de literatura infantil, impulsadas por la editorial Colihue. El Pajarito Remendado, Libros del Malabarista, Los Morochitos, Los Fileteados y Libros del Monigote fueron los títulos que encabezaron numerosos cuentos y que buscaban interpelar, tanto desde la escritura como desde las ilustraciones, a grandes y chicos.
Balada del aullador, de Gustavo Roldán
Gustavo Roldán no solo se dedicó a la literatura infantil: también escribió narrativa y poesía para adultos. Una de esos libros en donde se puede encontrar una muestra de esa obra es Balada del aullador. Esta colección de catorce poemas fue publicada por primera vez en la década del ’80, en una edición de autor que luego fue recuperada por la editorial Argos, en 1993. La versión más reciente se puede encontrar en el rescate de Calibroscopio, de 2016, acompañado de las ilustraciones de Juan Lima, que terminaron de configurar una atmósfera renovada en un poemario clave para comprender la versatilidad de Roldán y terminar de recorrer las aristas que conformaron su escritura.
La naturaleza originaria del monte sigue presente en cada verso, cruzada ahora por la marca profunda de la ausencia que cobra forma y vivacidad a través de colores, paisajes y estaciones.
La naturaleza originaria del monte sigue presente en cada verso, cruzada ahora por la marca profunda de la ausencia que cobra forma y vivacidad a través de colores, paisajes y estaciones. «Qué hacer entonces/ sino hablar del otoño/ cuando me toca ese dolor/ aquí/ del lado de la furia», dice Roldán en el primer poema del libro. Esa sensación de desconsuelo se imprime como una huella indeleble en los objetos mientras se intenta responder a una pregunta que cruza el poemario: ¿cómo vivir frente a la pérdida? ¿Cómo afrontar la tristeza cuando cala hondo, hasta incluso llegar a confundirse con el ambiente?
Con un estilo simple, despojado de artificios, Roldán, recurre a las estrategias del lenguaje para materializar la soledad, envolverla y poner palabras al vacío interior: «Guardo la pena/ en el fondo del bolsillo/ la tapo/ como si la estuviera protegiendo con un pañuelo azul/ es el resguardo/ para que se quede allí/ callada…». Así, avanza tratando de hacerse un lugar en un clima angustiante pero manteniendo, por momentos, un atisbo de esperanza que se asoma entre la desilusión: «Pero te espero/ aunque se pueble el mundo/ de fantasmas/ porque se puebla el mundo/ de fantasmas/ siempre te espero. Te espero«.
Balada del aullador muestra así un costado necesario de la obra de Gustavo Roldán, quien supo mantener su tono poético también en la narrativa y transmitir las inquietudes que lo atravesaban, ya fuera el desamor o bien la necesidad de plasmar los temas que otros ámbitos de la literatura infantil ignoraron. «Creo que los chicos entienden todo y quieren saber de todo. Desconfiar de su capacidad es desconfiar de la inteligencia, de la sensibilidad del otro. Y desconfiar de la capacidad de la palabra es, en última instancia, desconfiar de nosotros mismos», afirmó una vez. Así, su legado mantiene viva su apuesta por entablar una relación renovada entre la lectura y la infancia de una forma que muy pocos pudieron lograr.