Mauricio Kartun es uno de los dramaturgos más importantes de nuestro país. Con un prolífico repertorio, una dramaturgia comprometida y un trabajo único sobre el lenguaje, sus creaciones han sido galardonadas aquí y en todo el mundo. El autor de piezas legendarias como Chau Misterix o Sacco y Vanzetti, y del tríptico patronal compuesto por El niño argentino, Ala de criados y Salomé de chacra, vuelve con la quinta temporada de Terrenal. Pequeño misterio ácrata. La Primera Piedra lo entrevistó para charlar sobre esta presentación y muchas cosas más.
Kartun baja a abrir la puerta y en el departamento del séptimo piso aguardan los dos gatos que llegaron para consolarlo tras la ausencia de Fausto, su anterior compañero felino. Baco es el primero en advertir el aroma del budín de naranja y ronronea sin reservas. Mauricio vuelve de la cocina con el equipo de mate y, como buen creador de climas, hace de este encuentro potencialmente formal un momento cálido a dos días de sus merecidas vacaciones.
Mito de origen: enmudecimiento y encuentro con la propia voz
— Dijiste una vez que ser escritor es antes que nada una sensación en el cuerpo. ¿Cuándo experimentaste por primera vez esa sensación? ¿En qué momento advertiste que ibas a dedicar tu vida a la escritura?
— No podría decir cuándo fue el momento justo, pero sí sé que durante mucho tiempo estuvo instalado en mi cabeza el estatus de “artista en formación”. No era un artista, pero sí un aspirante. Y en algún momento, debido a alguna actividad un tanto más comprometida, me sentí un pasante; no cobraba pero laburaba. Hasta que un día descubrí que me veía adentro; no podría reproducir el momento pero sí te puedo decir el síntoma: la primera vez que en un formulario me preguntaron el oficio y puse “escritor”. Ahí la cabeza responde de manera automática. Por eso digo que los oficios están en el cuerpo: uno los siente o no los siente. No es una pose sino un gesto natural.
— Empezaste con el teatro político, lo que llamaban dramaturgia de la urgencia o teatro de barricada. ¿Cómo fue el recorrido hasta encontrar tu propia estética, tu propia voz, tu modo particular de hacer teatro?
— En principio, a los bifes. Durante años hice este teatro al que te referís, un teatro comprometido. El ciclo terminó con la aparición de la dictadura militar. El cambio vino después de una época de enmudecimiento, de silencio, de duelo.
— ¿Qué tenían en la cabeza los teatristas de aquella generación? ¿Cuáles eran sus objetivos más inmediatos, sus horizontes?
— El horizonte era la frontera: te quedabas o te ibas. En aquella época yo trabajaba con dos referentes que partieron al exilio: Augusto Boal y Pino Solanas. Los dos fueron extremadamente generosos y en el momento en el que partieron al exilio me ofrecieron ir con ellos. Es un gesto que no dejo de agradecer cada vez que puedo. En un acto de inconsciencia y de fe en la justicia, mi pareja y yo decidimos quedarnos porque no teníamos nada que ocultar. Por supuesto que eso produjo un enmudecimiento. Intenté hacer algunas cosas que no funcionaron: un espectáculo de humor que pasó sin pena ni gloria, otro con el grupo Cumpa. Pero el gran cambio se produjo cuando decidí trabajar en el taller de dramaturgia de Ricardo Monti.
Trabajamos con algo que suele denominarse el “espectador ideal”; son presencias que configuran una hipótesis de recepción y solicitan una hipótesis de emisión. Hay una rara tercera fila en sombras que siempre está presente, pero jamás se me ocurriría prender la luz para ver quiénes están. Sé que hay referentes poéticos, amores, enemigos, figuras políticas, líderes, ángeles caídos. Hay de todo en esa tercera fila.
— ¿En qué consistió ese punto de quiebre?
— De alguna manera fue un paso resignado, una sana resignación. El teatro que yo venía haciendo hasta el golpe militar no tenía chances, entonces necesitaba encontrar mi voz o reencontrarme con una voz diferente, y para esto fue fundamental el taller de Ricardo. De hecho, lo primero que escribí en ese taller es una obra que aún hoy, treinta y cinco años después, sigue vigente: Chau Misterix.
— ¿Por qué creés que ocurre eso? ¿Pensás que hay universalidad en esa obra?
— Creo que tiene dos virtudes: una es su humor, su melancolía y el hecho de que los cuatro personajes sean niños; esto permite que puedan trabajar el texto actores muy jóvenes o que recién comienzan en los talleres de teatro. Y después creo que toca alguna fibra mítica inseparable de nuestra personalidad, el paso de la niñez a la adolescencia. Es un momento que todos tenemos borroneado y que la obra vuelve a iluminar.
— Y no le tenías tanta fe a ese texto, ¿no?
— ¡No, para nada! Yo le quemaba la cabeza a Ricardo y le decía: “¿Quién va a hacer esta obra? ¿Vamos a llamar a chicos de diez años para que interpreten? ¿A quién carajo le interesan mis recuerdos de vereda en San Andrés?”. Y Ricardo me decía que no me preocupara, que en todo caso ese era un problema del director. Él creía que esos recuerdos iban a ser imágenes proyectadas metafóricamente en la cabeza del espectador y, por lo tanto, se iban a sentir identificados. Ese acto de confianza me permitió una gran libertad que después rebotó como eco virtuoso.
— Y Chau Misterix se sigue haciendo hasta el día de hoy.
— Sí. No bajó nunca desde el día del estreno en 1980. Esto significa que todos los años, en algún lugar del mundo (predominantemente en nuestro pías), hay un elenco que la está representando. Ayer firmé autorización para un elenco de La Plata. A mí me da mucha alegría, y mi disfrute proviene más de esa vigencia que del rédito económico.
— Que siga viva.
— Claro. Y además hay un hecho curioso: los dramaturgos vivimos de nuestro repertorio, es decir, la cantidad de obras que administramos en términos de derecho de autor. Entonces las promovés, las ofrecés a los elencos, ves a quién le puede interesar. Chau Misterix tuvo autonomía propia de origen; yo nunca hice nada por promoverla. Es como esos hijos que se emancipan tempranamente y pueden encontrar todo por sí mismos.
Dramaturgia de tablado: el lenguaje en primer plano
— Muchas veces te referís a tu trabajo como “dramaturgia de tablado”, “mecanismos de cachivache”. Si tuvieses que describir tu propia dramaturgia, ¿qué dirías?
— Mi dramaturgia ha ido cambiando a lo largo del tiempo y los signos fueron evolucionando. A mí me parece que, en principio, hay una especie de acto amoroso y apasionado por la palabra. El lenguaje pasa a primer plano por encima de lo argumental o de la idea; la gran materia de construcción es la palabra. Otro elemento es el amor por los géneros populares, algo que está en todas mis obras. A veces me pregunto si no debería luchar contra eso.
— ¿Por qué?
— Porque creo que es una limitación. Cuando me pongo a trabajar sobre un proyecto enseguida aparece esto. A la hora de producir, mi mano va hacia esas zonas y empiezo a sentir que esa es la mano que escarba y encuentra. Cuando trabajo con la otra por fuera de estos géneros, la mano se lastima, hace pozos más chiquitos y no encuentra casi nada, o bien encuentra cosas que a mí no me terminan de convencer. Entonces me resigno: uno es el artista que puede y no el que quiere.
— Mariana Enriquez decía en una charla que los escritores suelen trabajar parados sobre una pequeña baldosa de temas que los obsesionan y los motivan a la creación. A veces uno imagina extensos territorios y quizás se trata de una simple baldosa, ¿no?
— Sí, y te digo más: a veces, después de meses de escritura, de pronto descubro que todo eso viene a decir lo mismo que dije hace veinte años en otra obra. Es inevitable. Uno tiene trazadas ciertas formas expresivas, ciertas metáforas e ideas recurrentes. Cuando aparecen siempre me decepcionan un poco porque la sensación es: “¿Cómo puede ser? Trabajé tanto tiempo y no encuentro más que lo que ya encontré”. A veces me resigno y lo desarrollo, y otras sigo escarbando a ver si encuentro algo más.
El horizonte era la frontera: te quedabas o te ibas. En aquella época yo trabajaba con dos referentes que partieron al exilio: Augusto Boal y Pino Solanas. Los dos fueron extremadamente generosos y en el momento en el que partieron al exilio me ofrecieron ir con ellos (…) En un acto de inconsciencia y de fe en la justicia, mi pareja y yo decidimos quedarnos porque no teníamos nada que ocultar. Por supuesto que eso produjo un enmudecimiento.
— Y ahí aparece el interés por el lenguaje y las formas, ¿no? Tal vez se puede decir lo mismo de muchas maneras diferentes.
— Sí. El lenguaje es la pala con la que hacés la excavación. Con la palabra vas hacia zonas impensadas; los temas son una cosa muy abstracta, es muy difícil escribir pensando temas. Siempre es la palabra la que te conduce. Cuando mirás atrás, ves el recorrido y descubrís que ha construido un sentido. En mi juventud me angustiaba escribir así porque supone muchos fracasos. El otro día leía una entrevista a Sergio Bizzio y ahí él decía: “Soy un gran abandonador de tramas”. Me identifico plenamente con eso.
— ¿Solés abandonar tramas, dejar puertas abiertas?
— Continuamente. Desde noviembre estoy trabajando un proyecto y ya voy por el tercer intento, lo cual significa que he abandonado dos. Cuando empecé a escribir me angustiaba mucho porque a cierta edad uno tiene la necesidad imperiosa de que se produzca el fenómeno causa-efecto: escribo, me estrenan, le gusto a las mujeres y gano plata. A los veinte años todo lo que hacés está vinculado con tu interior y tus necesidades, y esto de abandonar cosas lo sentía como algo muy poco fructífero.
La tercera fila en sombras: ordenar el caos y sacar lo que no
— La escritura es siempre un acto de interlocución. Cuando te sentás a escribir, ¿a quién dirigís esa escritura?
— Yo sostengo que aunque uno no quiera o no sepa, siempre le escribe a alguien. Trabajamos con algo que suele denominarse el “espectador ideal”; son presencias que configuran una hipótesis de recepción y solicitan una hipótesis de emisión. Hay una rara tercera fila en sombras que siempre está presente, pero jamás se me ocurriría prender la luz para ver quiénes están. Sé que hay referentes poéticos, amores, enemigos, figuras políticas, líderes, ángeles caídos. Hay de todo en esa tercera fila.
— ¿Adónde ubicás la frontera entre autor y director?
— Un amigo que es arquitecto me dijo un día algo con lo que me identifico bastante. Él dice que su trabajo consiste en levantarse todas las mañanas y salir a resolver problemas; yo como director de teatro tengo la misma dinámica. Uno nunca va con ladrillos a construir algo y ver crecer las cosas felizmente. Eso no sucede.
— ¿Se trata de ordenan el caos?
— Tal cual. Yo creo que como autor lo interesante es proponerle al director algunos escalones en los que pueda subirse y encontrar cosas en estantes elevados, pero también proponer quilombos, problemas a resolver, porque al resolverlos van apareciendo nuevas estéticas que no están en la cabeza del dramaturgo.
Mi dramaturgia ha ido cambiando a lo largo del tiempo y los signos fueron evolucionando. A mí me parece que, en principio, hay una especie de acto amoroso y apasionado por la palabra. El lenguaje pasa a primer plano por encima de lo argumental o de la idea; la gran materia de construcción es la palabra. Otro elemento es el amor por los géneros populares, algo que está en todas mis obras.
— ¿Y qué pasa cuando llega el turno del director?
— Suele decirse que el trabajo del director consiste en hacer una puesta, y yo pienso en lo inverso porque creo que mi trabajo de director es una “sacada”. Yo no pongo; saco. Voy sacando todo lo que no y voy encontrando pequeñas unidades de lo que sí.
— Esa modalidad tiene mucho que ver con el acto de escritura, ¿no? Decías por ahí que Terrenal es una de tus obras más condensadas.
— Sí. Ahora estoy escribiendo un monólogo y cada tanto me agarra la desesperación porque creo que va a durar dos horas. ¿Quién aguanta un monólogo de dos horas? Pero cada vez que entro en estado de angustia, lo que me tranquiliza es la sensación de que después voy a cortar. Yo aprendí a condensar mucho haciendo adaptaciones, porque siempre es más fácil ser cirujano sobre el cuerpo ajeno.