Referí de potrero

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Es anónimo pero todos en el barrio lo conocen. Es solitario pero siempre está rodeado de caras nuevas. Es honesto pero nadie lo valora. Referente del orden, la prolijidad y el respeto. Promotor del potrero, el picado y el “fulbo” que nos gusta a los argentinos. La canchita de la plaza de Colodrero y Roosevelt es su lugar en el mundo. La camina como si fuera el patio de su casa y la cuida de aquellos que roban, rompen y lastiman. Allí él es amo y señor. Es la ley, la autoridad, la justicia. Por sobre todas las cosas defiende el lirismo del fútbol y el toque, castigando a los que se atreven a atentar violentamente contra el “fair play”.

Llega todas las tardes con su pelota bajo el brazo, pero aunque suene curioso él nunca juega con ella. Le cede ese tesoro tan preciado a los pibes de turno que lo miran de reojo, mientras él a un costado de la línea de cal se prepara para la ocasión. De la mochila que suele llevar al hombro saca su estruendoso silbato y las temidas pero relucientes tarjetas amarilla y roja. Viste con orgullo el clásico uniforme negro que le queda pintado, aunque a veces en los días de sol se anima a lucir uno color amarillo o azul. Se calza los botines, mira al cielo buscando vaya uno a saber a quién y camina con la frente en alto hacia el centro del campo de juego. Da uno, dos, tres pitazos para llamar la atención de los jugadores que pelotean contra uno de los arcos y los invita a comenzar el match. Los que no lo conocen lo miran atónitos y se preguntan “¿y este loco quién es?”, mientras que los demás sonríen y gritan “¡vamos que llegó el réferi!”.

Sus gestos dentro de la cancha demuestran que no es ningún improvisado. Se nota a simple vista que de fútbol, y más precisamente de arbitrajes, ha visto unos cuantos videos. Al ritmo de la pelota y al compás de su silbato ejecuta los pasos que habrá aprendido al ver a tipos como Elizondo, Lunati o Baldassi. Y créame que para ser un justiciero amateur no tiene nada que envidiarles. Me pregunto si soñará con convertirse en árbitro internacional. Puede ser. Todos tenemos sueños y estos son más fuertes cuando están relacionados con nuestra vocación. Pero insisto en que él no tiene nada que envidiarle a un árbitro profesional. ¿Dinero? ¿Fama? ¿Reconocimiento? Nada de eso, no creo que lo necesite. ¿Para qué caer en la exposición mediática? ¿Para qué ser odiado por multitudes poseídas por el fanatismo?  ¿Para qué tener que soportar que lo acusen de delincuente o que todos los fines de semana lo hinchas se acuerden de putear a su madre? Qué más puede anhelar si en esa plazita del barrio de Villa Urquiza él tiene su propio estadio, pasión y felicidad.

La primera vez que lo vi pensé que había sido mera casualidad. Creí que a ese tipo vestido de negro lo habían llevado los pibes que estaban jugando aquella tarde nublada de jueves. Pero al día siguiente volví a pasar y aunque los jugadores eran otros él había vuelto, como siempre. Cuando me quise dar cuenta ya me había acostumbrado a verlo cobrando un foul, sacando una amarilla o señalando el círculo central tras el grito de un nuevo gol festejado. Cuando me quise dar cuenta, señores, ya me había acostumbrado a verlo dirigiendo a ese mítico referí de potrero…

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