A 50 años de la creación del Centro Editor de América Latina (CEAL), el Museo del Libro y la Lengua organizó «Una fábrica de cultura», la muestra que conmemora al sello fundado por Boris Spivacow, símbolo de una época para generaciones de lectores de todo el país. «Estaba inserto en una industria cultural que en ese momento estaba creciendo, y que tenía criterios novedosos de modos de trabajo y de difusión», afirma Judith Gociol, curadora de la exposición. «Un poco la idea de armar la cocina del CEAL es mostrar que se trató de una fábrica que también podía tener sus propias reglas», agrega. Los detalles de la exhibición y lo que convirtió a la editorial en un emblema, en la siguiente entrevista. (Foto: Rafael Cerviño)
Sobre la curadora
Judith Gociol es periodista, investigadora, editora y curadora, especializada en temas culturales. Es autora de numerosos libros como Un golpe a los libros. Represión a la cultura durante la última dictadura militar, publicado junto a Hernán Invernizzi, de La historieta argentina. Una historia y Boris Spivacow, el señor editor de América Latina, entre otros trabajos publicados. Entre 2006 y 2011 llevó adelante el proyecto de recuperación de libros, documentación y testimonios de las experiencias del Centro Editor de América Latina y EUDEBA en la Biblioteca Nacional. En la misma institución impulsó junto a José María Gutiérrez el Programa Nacional de Investigación en Historieta y Humor Gráfico Argentinos.
El Centro Editor de América Latina (CEAL) fue fundado en 1966 por Boris Spivacow, bajo la dictadura de Juan Carlos Onganía. Bajo el lema «Más libros para más», creó colecciones de gran calidad que eran ofrecidas mediante circuitos de distribución poco tradicionales que excedían las librerías, como los quioscos, las escuelas y los hospitales. Gracias a sus precios populares, el CEAL logró multiplicar lectores fieles y sostenerse durante casi tres décadas, agrupando 77 colecciones y 5 mil títulos. El equipo editor, con Spivacow a la cabeza, logró así crear una política que representó un ámbito de resistencia frente a la censura de la dictadura y que sobrevivió incluso al ataque más grande contra la cultura nacional, en lo que fue la quema de libros en la localidad de Sarandí, Buenos Aires, en 1980.
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— ¿Cómo nació el proyecto que dio lugar a la exhibición?
— El proyecto que tiene que ver con el Centro Editor comenzó a ser desarrollado por la Biblioteca entre los años 2006 y 2011, bajo la gestión de Horacio González, con la idea de recuperar las experiencias en las que había intervenido Boris Spivacow, fundamentalmente en Eudeba y el CEAL. Se hizo un trabajo de recuperación de libros, de fascículos, de tomar testimonios y de recoger materiales y documentación. A partir de ese proyecto, que terminó formalmente, ingresaron una gran cantidad de materiales y colecciones que se tomaron para la exposición que tiene lugar ahora en el Museo de la Lengua, en el aniversario hipotético del Centro. Si el CEAL hubiera seguido funcionando cumpliría 50 años de existencia.
Hay que considerar que, cuando el CEAL inició, todavía no estaba divulgada la fotocopia y, cuando terminó, no estaba tampoco instalada la informática con la tecnología que conocemos ahora. Gran parte de todo el proceso era bastante artesanal. […] Estaba muy acorde con los tiempos en los que se desarrolló y estaba inserto en una industria cultural que en ese momento estaba creciendo, y que tenía criterios novedosos de modos de trabajo y de difusión.
— ¿Qué es lo que buscan mostrar?
— Un poco lo que surgió a partir de los materiales era reconstruir el estilo del Centro, contar cómo eran todos los procesos de producción, que están armados a partir de diferentes mesas de trabajo. Se pueden encontrar las instrucciones utilizadas para los traductores o para la corrección; los debates en torno a las colecciones y las pautas de las mismas; encuestas que se hacían para saber si estaban bien encaminadas y hasta mesas que tienen que ver con el diseño, la fotografía y los sistemas de impresión. Hay que considerar que, cuando el CEAL inició, todavía no estaba divulgada la fotocopia y, cuando terminó, no estaba tampoco instalada la informática con la tecnología que conocemos ahora. Gran parte de todo el proceso era bastante artesanal. La idea entonces es mostrar eso y también pensar cómo, con estas características, se hizo una obra de la magnitud que logró alcanzar. Pese a que ahora nosotros lo vemos como tecnológicamente atrasado, estaba muy acorde con los tiempos en los que se desarrolló y estaba inserto en una industria cultural que en ese momento estaba creciendo, y que tenía criterios novedosos de modos de trabajo y de difusión.
— ¿Cuáles eran esos criterios?
— Lo que el CEAL hizo fue aprovechar esas ideas desde los ritmos de trabajo de una estructura que se parecía más una redacción periodística que a una editorial. Para quienes lo conformaron, había ciertas lecturas que la gente debía hacer y que, por lo tanto, tenían que ser editadas. Sus ideas iban desde pensar en un público, en crearlo si no existía, tomar en cuenta las encuestas y los estudios de mercado, hasta contemplar que el precio de un libro no superara el de un kilo de pan. Lo que hizo fue utilizar las herramientas de la industria cultural a su manera. Spivacow las acomodó a su conveniencia y logró desarmar esa falsa disyuntiva que todavía se plantea en la cultura respecto de la cantidad o la calidad, lo masivo o lo exclusivo, lo divulgativo o lo culto, lo alto o lo bajo. Eso no quiere decir necesariamente que no se puedan hacer libros renovadores, que los contenidos no puedan ser buenos. Por el CEAL pasaron quienes después ocuparon los lugares de la intelectualidad en Argentina y quienes integraron toda una generación de escritores.
— Lo que mencionás está en relación con la idea a partir de la cual Spivacow fundó el CEAL, «Más libros para más».
— Claro, esa era una idea que Spivacow empezó en Eudeba con “libros para todos” y que la profundizó después en el CEAL. Bajo esa consigna es que acomodaron todo un modo de trabajo que, por un lado, parecía muy industrial pero que, por el otro, tenía una profundidad que no se relacionaba con una fabricación en serie. Un poco la idea de armar la cocina del CEAL es mostrar que se trató de una fábrica que también podía tener sus propias reglas, más allá de la propia industria cultural.
Acomodaron todo un modo de trabajo que, por un lado, parecía muy industrial pero que, por el otro, tenía una profundidad que no se relacionaba con una fabricación en serie. Un poco la idea de mostrar la cocina del CEAL era dar cuenta de que se trató de una fábrica que también podía tener sus propias reglas, más allá de la propia industria cultural.
— ¿Cuál creés que era el modelo de lector que Spivacow tenía en mente al crear el Centro?
— A mí me parece que pensaban en un público igual a ellos: un lector amplio, plural y con muchos intereses. Una persona que, aunque viniera como Spivacow de las denominadas Ciencias duras – porque él era matemático -, se pudiera interesar por el cine, la literatura, la poesía, la geografía. Ese público se retraolimentó. Existía y a la vez el CEAL lo fue creando. Creo que tenían una mirada iluminista y la idea de que todo el conocimiento podía asirse, que podía caber en algún formato y ser así transmitido, ya sea en una enciclopedia, en un fascículo o en una serie. Principalmente, pensaban que los libros hacían a las personas mejores, y que mejores personas podían hacer un mundo mejor.
— ¿Cómo era el estilo de conducción de Spivacow, teniendo en cuenta que el CEAL fue también conocido por el trabajo colaborativo de sus miembros?
— Para mí era un estilo en el formato de oxímoron, de pares contrapuestos y complementarios. Spivacow no era una persona fácil de tratar, tenía mucho carácter, no le gustaba perder las discusiones y controlaba todo, pero, a la vez, creó un proyecto de una magnitud que no se podía sostener con una sola persona, sino con un equipo. A pesar de las discusiones y de que siempre quería tener la última palabra, le dio aire a una generación de intelectuales que son los que sostuvieron la cultura argentina. Por el CEAL pasaron dos generaciones: una formada por quienes ya estaban en la universidad, como por ejemplo Susana Zanetti, y los que recién terminaban y recién estaban arrancando, como Beatriz Sarlo y Aníbal Ford. A todas esas personas las formó el Centro Editor y crecieron sobre esa base, gracias a Spivacow, que estaba en la gerencia, Oscar “el Negro” Díaz, el diseñador y Horacio Achaval en lo literario. Ellos tres le fueron dando cabeza, cuerpo y contenido.
— El CEAL también escindió los parámetros tradicionales del diseño respecto a la importancia dada las ilustraciones en los libros infantiles, por ejemplo.
— Sí, eso se observa tanto en la convocatoria a los ilustradores para los libros infantiles, como en la convocatoria a artistas plásticos en general. Eso ya había pasado en Eudeba, el hecho de que lo plástico tuviera tanto valor como lo escrito y lo literario, una jerarquización del dibujo, de la imagen de los ilustradores, pero también del diseño en sí mismo. El Negro Díaz era un tipo que estaba muy a la avanzada y es muy emblemático, aunque quizás menos reconocido en la historia del diseño porque se dedicó a los libros populares, a los que tienen que ver más con la industria, y no tanto al diseño de objetos. Pero fue muy importante, supo hacer de la carencia una virtud. Con muy pocos elementos encontró la manera de hacer tapas que hoy, desde el diseño, son muy adelantadas. Inventó y aprovechó técnicas haciendo buen uso de materiales que no eran de gran calidad.
El CEAL sufrió muchas crisis, políticas, por las persecuciones, y económicas, porque había colecciones que eran éxitos perfectos y otras fracasos rotundos. Pero Spivacow salía de ese círculo con nuevas colecciones, porque él creía que lo importante era publicar. En ese sentido, creo que fue un proyecto exitoso si uno no lo ve desde la lógica mercantil que se impuso en los ’90.
—¿En que creés que radicó el éxito del CEAL y su permanencia durante tanto años a pesar de haberse tenido que enfrentar a la dictadura y a una quema de libros que destruyó gran parte de su material?
— Me parece que es un poco por todo lo anterior y por la convicción de Spivacow de que había que seguir sacando libros. El CEAL sufrió muchas crisis, políticas, por las persecuciones, y económicas, porque había colecciones que eran éxitos perfectos y otras fracasos rotundos. Pero Spivacow salía de ese círculo con nuevas colecciones, porque él creía que lo importante era publicar. En ese sentido, creo que fue un proyecto exitoso si uno no lo ve desde la lógica mercantil que se impuso a partir de los ‘90. Exitoso a sus fines, que eran publicar libros y que cada vez hubiera más libros y para más. Spivacow tenía una enorme convicción personal que él supo transmitir. Consiguió que los proveedores lo financiaran, que los autores no cobraran derechos de autor y hasta no hacer los aportes jubilatorios. Por más de que muchos luego se enojaron, todo el mundo lo acompañó. Los salarios eran bajos, pero todos sabían que eso era igual para todos. En el CEAL cobraba igual desde el cadete hasta el gerente general. Si no había, no había para nadie. No era la imagen del editor que se hacía rico a expensas de sus autores. Todo eso hizo posible mantener al Centro Editor. Ese equipo que pudo sostener aún con sus sueldos ese empuje de Spviacow y de la gente que lo seguía. También la idea de que frente a las dictaduras era un lugar de exposición, pero también un refugio. La gente se sintió muy protegida en su interior.
+ Más información sobre «Una fábrica de cultura»
Martes a domingos de 14 a 19 hs. en la sala Julio Cortázar del Museo del libro y de la lengua, Avenida Las Heras 2555 (CABA), entrada gratuita.
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