Estas dos semanas en Barcelona terminaron alojando las experiencias que uno espera tener a lo largo de un año. Ese compacto, como toda cápsula, no es sencilla de tragar así nomás.
Al momento de empezar a escribir este texto, cumplo dos semanas en Barcelona. Un tiempo que todavía es demasiado corto para sentirlo una casa y demasiado extenso para sentirse un turista entusiasmado. Sin embargo, volver a habitar una ciudad de este tamaño y características trae de nuevo las deshoras y el desorden, la falta de espacio en un día para cumplir con las obligaciones ajenas y las autoimpuestas.
Así me encuentro ahora: escondido detrás de la puerta de la lejanía para ver qué es lo que ocurre con esas lecturas, qué vida toma una novela que escribí hace dos años, en un contexto completamente diferente al actual
También, mientras intento proseguir con esta columna, a más de 10.000 kilómetros sale un nuevo libro en Argentina. Intento acompañarlo como puedo, con el sentimiento agridulce de la distancia que ya comenté en otras ocasiones. Por un lado, me siento cómodo con la lejanía. Como leí en una entrevista a José Watanabe: “Cuando publico un libro, tengo la actitud de un niño que ha hecho una travesura en la sala de su casa(…) un niño que ha roto algo y él se ha escondido y está mirando por la rendija esperando ver la reacción de sus padres o sus hermanos cuando lleguen. Entonces, cuando publico me escondo para ver la reacción de lejos”.
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Así me encuentro ahora: escondido detrás de la puerta de la lejanía para ver qué es lo que ocurre con esas lecturas, qué vida toma una novela que escribí hace dos años, en un contexto completamente diferente al actual. Esa es una suerte de travesura que no puedo evitar y pretendo seguir repitiendo durante mucho tiempo, incluso a pesar de los tragos amargos que se pueden vivir en el medio. Como decía Roland Barthes: “El placer del texto no se encuentra en contradicción con las quejas del escritor”.
Sin embargo, el sentimiento agridulce de la lejanía también me despierta la necesidad de volver y ver de cerca qué pasa, escuchar a mis amigos y a mis colegas diciéndome sus devoluciones. La tecnología crea buenos parches para solucionarlo, pero nunca un reemplazo puede ser igual al original: la conciencia de ese movimiento ya genera un desfasaje imposible de obviar.
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Volviendo al principio de esta columna, estas dos semanas en Barcelona terminaron alojando las experiencias que uno espera tener a lo largo de un año. Ese compacto, como toda cápsula, no es sencilla de tragar así nomás. La semana pasada hablaba de un nudo de autopistas y creo que ahora puedo quedarme en el concepto de desorden en todo su esplendor. Cada tanto, viene la letra de “Sucio y Desprolijo” a ordenar -provisoriamente- lo que me pasa: “Son muchos pensamientos para una sola cosa, estoy algo cansado de vivir, en realidad”.
Empecé este viaje siendo un turista de mí mismo, ahora puedo señalarme como un turista perdido. Incluso ya no sé si considerarme un turista ni un ciudadano, una persona que se mueve entre fronteras, al mismo tiempo que las fronteras se mueven dentro suyo
Y, aunque lo intente, no puedo dejar de lado que la novela lleva un nombre profético: Turistas perdidos. Si bien la trama se encuentra lejos de mi propia vida, las palabras tienen esa potencia de elastizarse para rozarnos siempre. Empecé este viaje siendo un turista de mí mismo, ahora puedo señalarme como un turista perdido. Incluso ya no sé si considerarme un turista ni un ciudadano, una persona que se mueve entre fronteras, al mismo tiempo que las fronteras se mueven dentro suyo. Ya lo cantó Kevin Johansen en “Sur o no Sur”: “No sé por qué pasa lo que me pasa,/ quizás sea la vejez./ Quisiera quedarme aquí en mi casa,/ pero ya no sé cuál es”.
En definitiva, este texto quiso unir sentimientos, pero terminó siendo una rockola de canciones y textos, en otro intento de encontrar sentido en esta huella que se borra siempre con el viento y el tiempo.
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