La anécdota familiar cuenta lo siguiente: al mes de haber nacido, estaba en un avión rumbo al muy pequeño aeródromo de Villa Gesell para sumarme a las vacaciones familiares en Pinamar. Desde ese momento, y por casi 30 años ininterrumpidos, mi vínculo con el mar es uno de los más sólidos y constantes que tuve en mi vida. Nuestra conversación fluida soporta incluso lo que supo escribir la poeta uruguaya Circe Maia: “El ruido del mar no se comprende, /se desploma continuamente, insiste/ una y otra vez, con un cansancio/ con una voz borrosa y desganada…”.
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Sin embargo, la llegada de la pandemia primero y este viaje después hicieron que mis visitas al mar -y a las playas de Pinamar puntualmente- se espaciaran más tiempo de lo que estaba acostumbrado. ¿Cómo no tener miedo a esas pausas? ¿Cuántos amigos y amores empezaron a alejarse con un simple intervalo que se prolonga hasta volverse una constante irreversible? Lo peor del mar es que nunca se sabe cuándo se lo va a ver por última vez.
Desde ese momento, y por casi 30 años ininterrumpidos, mi vínculo con el mar es uno de los más sólidos y constantes que tuve en mi vida.
La semana pasada, fuimos de visita a una parte de la Costa Amalfitana y ni bien bajamos del micro ahí estaba con su ruido inconfundible, su humedad envolvente, su olor que no tiene comparación. Pero algo era diferente: el color del agua. El Mar Tirreno dejaba ver un tono cristalino, muy diferente a los colores turbios de las playas rioplatenses. Como escribió el también uruguayo Mario Benedetti: “transmite a veces una turbadora/ tensa y elemental melancolía/ el mar no se avergüenza de sus náufragos”.
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El reencuentro, si se lo puede llamar así, tuvo las características del enamoramiento: volver a fascinarse por lo que ya conocemos de experiencias pasadas. Estar parado frente al mar es, quizás, el mayor recordatorio de que estamos vivos y que, al mismo tiempo, somos insignificantes, una porción diminuta de pensamiento y sentimientos que se enredan como plantas en el pasillo de un PH cuando nadie está mirando.
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En El viejo y el mar, Ernest Hemingway fue categórico para describir esa sensación: “Miró por sobre el mar y se dio cuenta de cuán solo se encontraba”. Esa soledad se respira incluso en compañía, porque es inherente a nosotros. Las olas que rompen, insistentes, sobre la orilla, cumplen las veces de alarmas programadas para despertarnos de la siesta emocional: es momento de volver a introducirse en lo incierto de estar vivo y arriesgarse a quebrar esa soledad.
Confirmo lo que sostuve al principio: lo peor del mar es que no se sabe cuándo se lo va a volver a ver. Pero, como contracara de esa misma moneda, también me puedo animar a hacer una afirmación prepotente: lo mejor del mar es que te obliga a volver.
Ahora ya de vuelta a nuestra casa temporaria en Italia, el mar volvió a ocupar su lugar en mi cartografía personal: un recuerdo añorado. Confirmo lo que sostuve al principio: lo peor del mar es que no se sabe cuándo se lo va a volver a ver. Pero, como contracara de esa misma moneda, también me puedo animar a hacer una afirmación prepotente: lo mejor del mar es que te obliga a volver. Sobre todo, para darte cuenta de lo que escribió el propio Hemingway, desandando sus propios pasos: “Y se dio cuenta de que nadie jamás está solo en el mar”.
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