¿Se puede escribir de otra cosa cuando aparece la imagen de un arma apuntando a una vicepresidenta? ¿Cómo se pudo llegar a este punto? Gracias al monocultivo del odio: así como la soja es capaz de arruinar la tierra en la que se la cosecha a mansalva, el odio y la expulsión de un otro se extiende sobre el campo social.
De todos los temas posibles para esta columna, este nunca figuró en los planes iniciales. ¿Pero se puede escribir de otra cosa cuando aparece la imagen de un arma apuntando a una vicepresidenta? El discurso del odio no es un fenómeno nuevo ni local, pero en este hecho es probable que tome el mayor vigor en la actualidad argentina. Sin embargo, ante la potencia de lo ocurrido -una pistola gatillando dos veces a centímetros de Cristina Fernández de Kirchner-, desde algunas posturas se instala la sospecha. Una confirmación más de que la posverdad, como diría Charly García, ahora también es parte de la religión.
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«Algunas cosas se hacen tan nuestras que las olvidamos», observó Antonio Porchia en una de sus Voces. La democracia puede entrar dentro de esa categoría: el proceso abierto desde 1983, aún lejos de ser perfecto, es el resultado de infinitas luchas sociales y acuerdos políticos. La democracia, en otras palabras, es lo más cerca de cumplir una quimera que no debería ser tal: el derecho de vivir en paz, tal y como cantó Víctor Jara, músico asesinado por la dictadura de Augusto Pinochet en Chile.
Ahora bien, ¿cómo se pudo llegar a este punto? Gracias al monocultivo del odio: así como la soja puede volver arruinar la tierra en la que se la cosecha a mansalva, el odio y la expulsión de un otro se extiende sobre el campo social.
En su libro El capitalismo odia a todo el mundo (Eterna Cadencia, 2020), el autor italiano Maurizio Lazzarato escribe: «La vida que está en juego no es en principio esa, la vida biológica de la población, sino la vida política de la máquina capitalista y de las elites que producen a través de ella la subjetivación. Su salvaguardia implica necesariamente poner en peligro la vida de las poblaciones. Sin el más mínimo escrúpulo, el capital está dispuesto a sacrificarle a esta vida y a su reproducción la salud, la educación, la reproducción, la vivienda de amplias capas de la población, es decir, la vida de los proletarios(…)».
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Ahora bien, ¿cómo se pudo llegar a este punto? Gracias al monocultivo del odio: así como la soja es capaz de arruinar la tierra en la que se la cosecha a mansalva, el odio y la expulsión de un otro se extiende sobre el campo social. Distraídos por agrandar y profundizar las diferencias, el horizonte se puede llenar de humo por la quema indiscriminada de pastizales, el agua puede ser un bien tan escaso como la justicia social o la represión a una marcha social puede suceder en la esquina de casa. Nada de eso importa mientras el odio siga motorizando todo.
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En una conferencia para la Universidad Nacional de México, Judith Butler se centró en qué consiste una vida digna de ser vivida. Si bien el foco principal de la conversación estuvo centrada en la por entonces apremiante pandemia de Covid-19, lo dicho aplica para todo el siglo XXI: «Sin embargo cuando pregunto qué hace que una vida sea vivible estoy sugiriendo que hay condiciones compartidas que hacen vivibles las vidas humanas. En ese caso, al menos parte de lo que hace posible mi propia vida hace también vivible otra. Y no puedo disociar totalmente la cuestión de mi propio bienestar, del bienestar de otras personas«.
El monocultivo del odio, instalado desde distintos sectores dominantes como una confirmación de la matriz capitalista, solo puede exacerbar el egoísmo y la visión a corto plazo,
El monocultivo del odio, instalado desde distintos sectores dominantes como una confirmación de la matriz capitalista, solo puede exacerbar el egoísmo y la visión a corto plazo, aumentar el régimen neoliberal de la salida individual. Butler concluye al respecto: «Negarse a aceptar esa opción –quién va a vivir y quién tiene que morir- significa confrontar al mercado y sus cálculos, que son los que nos ponen ante esa disyuntiva». Salir del engranaje de la máquina social propuesta por estos tiempos no es sencillo, pero es urgente. La tierra arrasada por el monocultivo del odio ya se empieza a agrietar.
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