El documental producido por Vanessa Ragone y Alejandro Hartman reconstruye el crimen que llevó al asesinato de José Luis Cabezas, pero también una historia de vida: la de una persona asesinada en democracia por hacer su trabajo. Un trabajo de archivo y de recolección testimonios minucioso, que no solo retrata al fotógrafo de forma humana, sino que también recorre en imágenes la coyuntura.
“José Luis es como una música de fondo permanente”, cuenta el periodista Gabriel Michi. El entonces director de la revista Noticias, Edi Zunino, dice que no hay día en que la imagen de Cabezas no aparezca en su mente, al menos por un momento. Para todas las personas que se presentan frente a la cámara en El fotógrafo y el cartero el recuerdo es así: vivo, constante. Vanessa Ragone y Alejandro Hartman logran plasmarlo con precisión en un documental que no solo reconstruye el crimen que llevó al asesinato de José Luis Cabezas el 25 de enero de 1997, sino también una historia de vida, la de una persona que asesinaron en democracia por hacer su trabajo.
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La dupla que hizo Carmel: ¿Quién mató a María Marta?, la miniserie documental estrenada también por Netflix en 2020, retrata en pantalla un episodio bisagra en la historia argentina, que representó el atentado más grande a la libertad de expresión desde el fin de la última dictadura y que visibilizó un entramado de corrupción entre el sector político, empresarial, policial y militar. ¿Cómo representar un hecho que caló de forma tan profunda en la sociedad? ¿De qué manera regresar, una vez más, a ese año, a esa noche, sin caer en el morbo? Ragone y Hartman encontraron la respuesta con un minucioso trabajo de archivo, testimonios potentes y la reconstrucción de un rastro de objetos que, iluminados por la luz roja de un laboratorio fotográfico, conducen a la verdad que con tanta fuerza buscó ocultarse.
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Unas esposas, un juego de llaves, una bala, un VHS, miniaturas similares a las del Playmobil y una torta de cumpleaños. Piezas que se van encastrando a la par que las personas convocadas para el documental hablan sobre la investigación, las pistas, las complicidades que las desviaron. De fondo, el contexto político y social de la década de los ‘90: el ex presidente Carlos Menem con su Ferrari rojo y su champagne, la ostentación, el consumo y Pinamar, como la ciudad balnearia que en los meses de verano representaba la síntesis de frivolización y negociación política. El lugar donde Michi y Cabezas cubrían la temporada para la revista Noticias, publicación que en ese momento llegó a tener un equipo destacado de fotógrafos de Latinoamérica. “Me dijeron que buscara cinco fotógrafos para hacer Noticias y enseguida pensé en Cabezas”, dice Hugo Ropero, ex editor de Fotografía.
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Con filmaciones caseras que acompañan los testimonios, el documental muestra también quién fue Cabezas, su trabajo y su atención al detalle, su búsqueda de estilo. Recorre algunas de las fotografías más icónicas de su archivos, las que lograba subiéndose a escritorios y sillas, como la del comisario Pedro Klodczyk, retrato que ilustró de forma impactante la tapa de la edición “Maldita policía”. La frase comenzó a resonar cada vez más frente a los casos de violencia institucional y la chispa que encendió también fue la que sembró la duda sobre las personas involucradas en el asesinato de Cabezas. Michi relata que, cuando declaró ante la Brigada de Investigación de Dolores ese 25 de enero a las once de la noche, le dijeron que no tenga miedo, que les dijera que estaban investigando para tener una pista por dónde avanzar. “El hotel Ara Pacis”, les dijo. El comisario que estaba en la sala se puso pálido. Sabía que el dueño era Alfredo Yabrán.
Pero Hartman y Ragone hacen énfasis en algo más: los elementos que le devuelven humanidad y espesor a una historia que, de tantas veces revisitada, se vuelve un expediente, un “caso” para los titulares. Para algunas de las personas entrevistadas, como para la periodista Lorena Maciel, el impacto se dio en imágenes concretas, como las calcomanías pegadas en la cámara de Cabezas, algo corroídas por el agua del canal donde sus asesinos la dejaron. “Hasta ese momento habíamos descripto esa cámara, pero no la habíamos visto”, relata.
El día del funeral de José Luis Cabezas, fotógrafas y fotógrafos fueron al Obelisco. Hicieron una ronda y pusieron sus cámaras en el piso. Enseguida se dieron cuenta de que ese no era el gesto adecuado, que representaba una derrota. Entonces las levantaron, con brazos firmes que se mantuvieron en alto durante los últimos 25 años pidiendo justicia. Se sumaron a la denuncia de los tantos episodios de violencia y corrupción anudados en la década del ’90, pidiendo una sola cosa: recordar para que algo tan aberrante no vuelva a suceder jamás, mantener latente el grito por el ejercicio del periodismo y la libre expresión, no olvidar nunca a Cabezas.