Escrita por Yanina Gruden y dirigida por Katia Szechtman, Caribe expone las fantasías más osadas de dos cajeras de supermercado durante la hora de descanso. Una sordidez inaguantable irá perfilándose hacia el final a modo de contrapunto de aquellas escenas tropicales en donde el sol no deja de brillar. Grandes actuaciones de Yanina Gruden y Stephanie Petresky. (Fotos: Sol Schiller)
por Milena Rivas
En el insípido sótano de un supermercado, Cinthia (Yanina Gruden) y Fiorella (Stephanie Petresky) fuman y dan rienda suelta a las trivialidades que pasan por sus mentes. Ya desde el principio, la fantasía: Cinthia se relame con la imagen de un cigarro “accidentalmente” arrojado a una superficie “accidentalmente” esmaltada con kerosene.
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Como si una cámara hiciera zoom-in, avanza hacia el público y dirige nuestra atención a sus ojos desorbitados, que describen con fervor cómo las góndolas y todo a su alrededor se prende fuego en un efecto dominó imposible de controlar. La desidia penetrante en este relato ubicado en los años ‘90 cataliza un mismo ritual, día tras día, durante la hora de descanso, y se vuelve el cimiento de una amistad cuasi adolescente.
aquello que más las obsesiona es Marisú Sacripanti, la dueña del supermercado, en quien ambas depositan el mayor de los odios y la mayor de las devociones, en un guiño intertextual a la pieza de Jean Genet, Las criadas.
A Cinthia y Fiorella no sólo las unen las condiciones laborales precarias. También un gran deseo de viajar, de conocer la playa, de tomar piña colada. Lejos de las aguas cristalinas de Centroamérica, se contentan con la ilusión de meter los pies en la marea de la Costa Atlántica. Sin embargo, aquello que más las obsesiona es Marisú Sacripanti, la dueña del supermercado, en quien ambas depositan el mayor de los odios y la mayor de las devociones, en un guiño intertextual a la pieza de Jean Genet, Las criadas.
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Entre cajas de cartón y envases de Ayudín, emerge el terreno más fértil para la imaginación: cual estudiantes de teatro, Cinthia y Fiorella harán uso de todo lo que encuentren para esbozar los vestuarios extravagantes de la señora Sacripanti. Un envoltorio de plástico hace las veces de capa digna de la alta alcurnia, ocultando el uniforme turquesa que las ancla en relación de absoluta dependencia y sumisión al supermercado. Un plumero dado vuelta, estratégicamente ubicado detrás de la cabeza, simula ser un tocado sumamente costoso.
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Se burlan de su jefa como si no hubiera un mañana —en las profundidades del depósito de Caribe, parecería no haberlo— y empujan su cuerpo ficcional a situaciones en las que ella jamás se vería involucrada. La hacen proferir insultos con una aversión tal que toda referencia posible ya queda desdibujada en favor de la sátira en construcción. Juguemos en el bosque mientras el lobo no está. Pero el peligro perfora la escena cada vez que suenan las publicidades del supermercado por el altoparlante, coronadas por “Caribe, donde el sol nunca deja de brillar”. Una sordidez inaguantable irá perfilándose hacia el final a modo de contrapunto de aquellas palmeras turgentes, del meneo de las olas.
El trabajo actoral de Yanina Gruden y Stephanie Petresky va más allá de cualquier motivación narrativa. La dramaturgia pulsa en el gesto, en la resistencia con que delinean los contornos de sus personajes, casi al borde del estereotipo.
El trabajo actoral de Yanina Gruden y Stephanie Petresky va más allá de cualquier motivación narrativa. La dramaturgia pulsa en el gesto, en la resistencia con que delinean los contornos de sus personajes, casi al borde del estereotipo. Podríamos quedarnos horas escuchando el eco de sus réplicas, la delicadeza con que portan residuos como si de vestuario se tratara y al segundo se arrojan al ejercicio de la violencia cuando el juego ficcional de una de ellas ha llegado demasiado lejos. Caribe, pura fe en la potencia del disparate.