Todos somos arqueólogos de nuestro pasado: trabajamos toda la vida en reconstruir hechos. La poesía, particularmente, encuentra en el linaje uno de sus temas principales y en Qué violencia perfecta la del viejo mundo (Santos Locos, 2022) Pamela Terlizzi Prina logra dar con ese puente tan difícil de encontrar: el pasaje entre lo íntimo y lo colectivo, lo particular y lo histórico, el peso compartido de una sangre.
Sobre la autora
Pamela S. Terlizzi Prina nació en 1980 en Provincia de Buenos Aires, Argentina. Es autora de Estado de espesura (2012,
poesía, Ruinas Circulares), Doce dientes (2013, narrativa, Textos Intrusos) y No cuentes pesadillas en ayunas (2018, poesía, Santos Locos). Integró antologías en Argentina, Uruguay, Colombia, Cuba y España. Es curadora y gestora cultural en la
coordinación del ciclo de arte Siga al Conejo Blanco junto a Agustina Bazterrica y del colectivo artístico Queridas todas. Dicta talleres literarios.
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1 –
Mamá, mamita,
abuela querida,
viejita
¿cuántos umbrales bajísimos tuviste que cruzar?
¿cuántos delitos pintaron frente a vos una línea roja?
¿cuántas veces la pisaste?
Iaia, nona, bobe
¿fue en la aduana?
O en el monte, o en el barco, o en el campo.
¿Con el patrón, decís?
O con tu marido.
¿En el sindicato?
¿En la iglesia, en el templo?
Qué violencia perfecta la del mundo viejo, abuelita.
Todos callaban el ruido de los pogroms.
¿Cómo se escribía tu nombre antes de la guerra?
¿Extrañás las letras perdidas?
Si, entiendo. Era un problema tu linaje romaní.
Y la lengua que usabas para rezar de chiquita:
¿no queda nada de eso?
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2 –
La memoria agita
los hechos que están quietos,
el estero
su drenaje imperfecto
lo inmóvil ocurrido
poroso al recuerdo.
Miento:
es el relato lo que mueve las cosas.
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3 –
Madrina, te cuento:
todas las cosas felices nos dejaron.
Quedamos sólo nosotros
con una mesa grande donde servimos sapos.
A mamá le di sepultura,
entró completa en un frasco;
a veces lo abro, ofrezco los restos
a las moscas.
De los niños no sé nada,
imagino que lograron treparse muy alto
que los lobos no,
que les creció el pelito.
Acá me quieren muy profundo.
Pongo los platos:
el sol copia cuadraditos sobre el mantel.
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4 –
Cada vez que creo perder las llaves,
es decir, cada vez
que tanteo bolsillos
que los aprieto al contorno del cuerpo
y me descubro un frenesí y miro
hacia abajo
en todas direcciones, como un radar,
como si mirase en realidad
y no estuviera a ciegas
esperando un milagro que derive
de exprimir la ropa
de falsear un sonido entre dedos, la fe
me ahorca y me sopla en la boca.
Todo hueco e inmediatez.
Cada vez que creo perder las llaves
me condenan los lugares donde no estuve.
Y esos en los que perdí tanto tiempo antes de llegar.
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5 –
Emilce:
¿Sabés cuántas veces perdoné mi muerte?
¿Sabés que en todas fui el verdugo?
Yo lo supe siempre,
pero en estos días
de pedidos de auxilio analógicos
me di cuenta del vértigo que produce
el primer grito tirado al aire.
La urbe es mi hogar
y el hogar me da miedo.
Ahí se me mueren las versiones caducas,
las que requieren pompa o bisturí.
No hay remedios dignos para la memoria.
¿Sabés que a veces extraño fumar?
Pero es sólo para ocupar las manos,
como una muleta para mesas de bar.
Temo que se me salgan por los dedos
la novia
la católica
la de stilettos ocho y medio
la dotora (sin c)
la que mucho abarca
la precoz
la pobre.
Aprendí a tomar vino
a fuerza de copas rotas.
Quería contártelo.
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