Las vacaciones familiares, una anécdota intrascendente y una lección que llega años después, como un shock de glucosa en el momento justo. ¿Cuánto puede servir lo aparentemente innecesario? ¿Qué tiene que ver un sobre de azúcar con la literatura?
Vacacionas todos los años en el mismo lugar tiene un factor de repetición que obliga a encontrar detalles cada nuevo verano. Mi relación con Pinamar tiene más aristas de las que puedo entender a priori. Sin embargo, hay una que pude entender en los últimos años y que explica gran parte de mi oficio como escritor. Todo empezó con un Peugeot 505 al que no le cerraba el baúl antes de volver a la ciudad.
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Las primeras vacaciones, en los casos de familias más o menos numerosas, están marcadas por la abundancia y el exceso, que es una misma manera de nombrar a la falta: exceso de personas, falta de lugar, exceso de equipaje, falta de comodidas, exceso de planes, falta de plata. Las horas antes de ir a Pinamar o volver a capital eran una verdadera incertidumbre: ¿realmente vamos a entrar todos en ese auto? Eso se repetía una y otra vez cada verano, como si en los 11 meses restantes nos hubieran borrado la memoria.
Las primeras vacaciones, en los casos de familias más o menos numerosas, están marcadas por la abundancia y el exceso, que es una misma manera de nombrar a la falta:
Es un verano puntual el que viene a mi cabeza: ayudando a acomodar los bolsos en el baúl del Peugeot 505 bordó de mi viejo, escuchaba sus quejas sobre la cantidad de cosas que nos traíamos desde la costa. Entre insultos y fastidio, no podía entender cómo hacíamos para volver más pesados que al principio, en donde muchas veces cargábamos comida para ahorrar el sobreprecio de la temporada alta en los supermercados. Haciendo un tetris con el equipaje, los minutos antes de agarrar la ruta estaban cargados de tensión.
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El bolso de la polémica, ese que desnudaba la falta de espacio y el exceso de peso, era uno verde militar. En el código de la familia, era el que cargaba la comida de ida y de vuelta. Alumnos de la escuela de no tirar nada, todo lo que sobraba de la estadía en la casa de la costa podía ser usado en nuestro retorno. Pero había algo en ese bolso que no cerraba…además del cierre y de la puerta del baúl.
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Indignado, mi viejo empezó a abrir el bolso y encontró que mi mamá había guardado literamente todo resto de comida que había en la casa, incluso alimentos no perecederos que bien podían servir el año siguiente, como arroz o fideos. Entre las bolsas, unos sobrecitos de azúcar fueron el colmo. «¿Quién se lleva esto durante 400 kilómetros?», se preguntó mi papá mientras carajeaba y veía el auto con todas las puertas abiertas en la puerta de la casa.
Las utilidades de lo aparentemente inútil pueden ser varias. Solo que la ansiedad del siglo XXI no nos da tiempo de confirmarlo.
Para ese momento yo habré tenido 10, 12 años quizás. No terminaba de entender toda la situación. Pero años después llegué a una conclusión, al menos, parcial. Esos sobres de azúcar, en principio insignificantes, podían llegar a ser vital cuando nos olvidáramos de comprar y ya tengamos el café hecho. ¿Y si nos baja la presión y todo lo que nos puede salvar son esos gramos de azúcar que robamos de la mesa de un bar? Las utilidades de lo aparentemente inútil pueden ser varias. Solo que la ansiedad del siglo XXI no nos da tiempo de confirmarlo.
En el fondo, esa pequeña e intrascendente anécdota familiar marca mi vínculo con la literatura: conservar todo, incluso lo más trivial, porque puede ser esa glucosa que le falta a un texto. Las anotaciones que se abandonan, las frases escuchadas en la calle, los subrayados de los libros, los poemas que nunca arrancaron, pueden ser la llave que destraba un verso, lo que termine de darle forma a un poemario, el detalle que hace que un personaje sea verosímil. La practicidad posmoderna nos enseña a andar livianos, pero desde chico tuve las pruebas de que eso puede ser una trampa. Desde entonces, intento conservar todo, incluso aunque sepa que, en el fondo, eso es una misión imposible.
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