Se cumplen dos años del anuncio de la cuarentena obligatoria en Argentina por el Covid-19. Los avances en la vacunación permitieron volver a un ritmo de vida parecido a la vieja normalidad, ¿pero qué se hace con los recuerdos de esos años? ¿Qué quedó de la esperanza de salir mejores de la pandemia?
Internet es un enemigo natural del olvido. Todo queda registrado, almacenado, listo para agarrarnos con la guardia baja y mostrarnos cosas que nuestra cabeza se había encargado de guardar como la ropa de verano cuando llega el otoño. Hace poco me pasó con los años de la pandemia y las medidas de aislamiento social preventivo y obligatorio (ASPO). Es probable, incluso, que quien lea este texto recuerde ahora la sigla ASPO y la cantidad de veces que la usamos para luego dejarla olvidada.
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Un video en Youtube que recopilaba todo los hechos de 2020 y 2021, me retrotrajo a las noches de insomnio en la cuarentena, cuando el presente tenía una forma difusa y el futuro era un sinsentido. Las horas en el living, en el cuarto, en la cocina; el balcón como lugar de conexión con el mundo exterior y la extrañeza de ver el lugar donde vivíamos como una maqueta disfuncional. Ahora que la pandemia parece haber comenzado su retirada, ¿qué hacemos con todo eso?
Ahora, dos años después del principio del virus como parte de nuestra vida, el ritmo presencial volvió a la normalidad, pero nada detuvo ni disminuyó a la demanda online.
Un fenómeno extraño tuvo lugar en esa época: todos nos volvimos invisible y sobreexpuestos al mismo tiempo. Eso me recuerda a la poeta chilena Elvira Hernández y una declaración en una entrevista: «Siempre he pensado que el poeta debe ser un ser invisible. Que debe estar en todo lugar, como una exigencia, pero evitar la exposición en pler plano de todos aquellos lugares que se visita. Porque la palabra se acuña en la medida que la rodea el silencio, luego de haber estado en todos los lugares invisiblemente. Y eso no es fácil hoy en día».
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La necesidad de estar cerca, de seguir conectados con nuestros seres queridos (y no tanto), llevó a que mientras dejábamos de exponernos al encuentro social, nos volquemos sin medir consecuencias encuentro virtual. En donde por un lado había silencio, un ruido de bits y píxeles llenó todo. Ahora, dos años después del principio del virus como parte de nuestra vida, el ritmo presencial volvió a la normalidad, pero nada detuvo ni disminuyó a la demanda online.
En ese ritmo vertiginoso de la nueva normalidad, parece que es común sentir que estamos en octubre cuando recién es marzo. De la idea de salir mejores, solo queda un gusto amargo mientras se intenta llenar los dos formularios al mismo tiempo con éxito: las obligaicones presenciales y las obligaciones virtuales. Lo que pasó en estos dos años es casi un secreto familiar que no se dice en voz alta, que se comparte pero se niega al mismo tiempo.
Volvamos a Elvira Hernández: «La memoria, que ahora pareciera que es una cátedra, es algo que tiene que ver con nuestro cuerpo, más allá de la ideologización que tiene en estos momentos. Tiene que ver con esa zona oscura de la que no hablamos; con ciertos comportamientos colectivos». La autora de La bandera de Chile hace referencia al velo con el que se cubrió la sangrienta dictadura de Augusto Pinochet tras el retorno de la democracia y que ahora, gracias a los movimientos juveniles chilenos, volvió a ponerse en el centro de la escena. Ahora bien, si se lee con atención, bien podría aplicar a la memoria colectiva en torno a la pandemia.
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El cuerpo, que como señala Roland Barthes, tiene sus propias ideas, ahora está disociado. Mientras intenta ganar ritmo, una voz constante le pide rendimiento constante. El silencio que de alguna forma no se pudo soportar en la pandemia, ahora brilla por su ausencia. Todo es para ayer, que es lo mismo que decir que es para el 2020, en un vano intento por «recuperar el tiempo perdido». Mala noticia: el tiempo lo único que sabe es perderse.
El silencio que de alguna forma no se pudo soportar en la pandemia, ahora brilla por su ausencia. Todo es para ayer, que es lo mismo que decir que es para el 2020, en un vano intento por «recuperar el tiempo perdido».
El fin de este texto no era caer en un tono pesimista, pero no parece haber demasiadas opciones. Elijo una: apuntar a la dulzura de la pausa. Hernández, en el libro No soy tan moderna (Alquimia Ediciones, 2021) que recopila fragmentos de entrevistas, es clara al respecto: «El primer paso del ser humano es comunicarse consigo mismo. Si no se comunica consigo mismo, difícilmente puede generar comunidad (…) Nos convencen de que la manera de salir adelante es olvidarnos de nuestro pasado, y con eso se nos está pidiendo que viviamos nuestro tiempo de manera mutilada, porque ya es un tiempo sin perspectiva».
Es probable que ahora que podemos vernos, no tengamos mucho para decir hasta que no reanudemos el diálogo con nosotros mismos. Y para eso, mal que pese al ritmo y al algoritmo de los días, quizás solo necesitemos reconquistar la idea del tiempo. Después de todo, eso podría definirse como «salir mejores» de la pandemia.
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