Decir Diego Armando Maradona en Argentina es pronunciar una palabra con infinitos significados. Parte de la cultura nacional y del inconsciente colectivo, su vida e historia repercute en lo más íntimo de muchas biografías. En este cuento de Gustavo Yuste se puede encontrar una nueva forma de acercarse a lo que un ídolo popular provoca involuntariamente, metiéndonos de lleno en el seno de una familia durante la vida y muerte de un padre.
Cuando papá se fue de casa para hacerse chequeos, nadie pensaba que se iba a morir. Cuando falleció, claro, ninguno imaginó que podía volver. Sin embargo, eso pasó a su manera: el mismo día que a sus 60 años fallecía mi viejo, Diego Armando Maradona era dado de alta de una sus últimas internaciones, una de las más complicadas. No era la primera coincidencia: ambos nacieron el mismo día, aunque papá le llevaba ocho años.
Eso hizo que se repitieran los mismos recuerdos cada 30 de octubre en las reuniones que vivimos juntos: las mejores frases de Maradona, las grandes anécdotas, el día que le cortaron las piernas. Él sabía aceptar con paciencia que en todos sus festejos la atención derivara en algún momento en lo que hizo “el Diego” recientemente. Como un espectador, miraba lo que pasaba en la mesa como si su presencia fuera una excusa para hablar de otros, nunca de él. Sin embargo, no lo hacía con aire de reproche, parecía disfrutar que la atención se corriera de foco. Incluso el infarto que tuvo fue silencioso: el extremo de alguien que no quiere molestar a nadie ni llamar la atención. El día de su muerte, la historia volvió a repetirse.
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Jamás lo escuché quejarse, ni sugerir que había que cancelar una reunión para evitar que la escena volviera a repetirse: sabía quedarse en segundo plano ante la presencia de un ídolo que todo lo opaca. Aún en tiempos previos a internet y los teléfonos inteligentes, las notificaciones sobre la vida del genio popular devenido en ángel caído eran constantes: internaciones, problemas judiciales, dramas familiares. En cambio, para saber algo de la vida de mi papá había que tomarse el tiempo de investigar en la más profunda incertidumbre; ponerse unas botas largas y adentrarse en un terreno en el que no se sabe qué es lo que se pisa. Integrantes de la policía científica que buscan pistas dentro de un río: así nos sentíamos cada vez que queríamos conocer más sobre su pasado.
Una tarde, almorzando en la cocina que él mismo había modelado, casi ocurre el milagro. Él sentado en una silla que parecía quedarle chica a su cuerpo envejecido, yo en una de los asientos de madera que había fabricado con sus propias manos. Me acuerdo de haber pensado, cuando nos contó cuál era su idea, que se parecerían a los asientos de los locales de comida rápida a los que rara vez íbamos. El resultado final fueron construcciones pintadas de verde inglés sin ningún otro agregado, algo que despertó mi desilusión infantil. Ya convertido en adolescente en esa cocina que todavía olía a comida recién preparada, mi papá me miraba sin mirarme, casi que podría decirse que mi presencia le impedía ver lo que realmente quería.
— Tu abuelo nunca supo nada de mí y no quiero que eso se repita— dijo con voz seca. Yo no contesté nada, esperando a que continuara—. Lo que quiero decir es que me gustaría hablar más con vos, de lo que sea.
— Está bien, pá— le contesté sin saber bien qué decir. Todos los diálogos mentales que había tenido llenando esa falta, ahora eran obsoletos.
— ¿Querés preguntarme algo?—insistió, aunque sin mucha convicción.
— No, está bien. Cualquier cosa te digo.
Aún hoy sigo sin entender qué fue lo que pasó en ese momento, sobre todo por qué no contesté algo mejor.
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Mi papá se ocupaba de los quehaceres de la casa desde hacía mucho tiempo, lo que hacía que compartiera todas las tardes con él en casa después del colegio. Un kiosko que no funcionó en los 90 fue su última experiencia laboral formal. Ahora se encargaba de llevar adelante un hogar de cuatro hijos y una madre que daba clases de Geografía durante más de 30 horas por semana. No parecía sentir vergüenza ni nada por el estilo, simplemente lo aceptaba. Al contrario de lo que se puede pensar, esa coincidencia temporal no hacía que la comunicación fluyera: cada uno replegado en su habitación, éramos más bien estudiantes de intercambio que compartían residencia.
Nuestros austeros diálogos se componían de charlas breves, muchas veces sobre temas de actualidad o fútbol. Seguía sin saber nada de su vida ni él de la mía, que por aquel entonces empezaba a tener material propio: amores, desencuentros, preguntas sobre cómo encarar a una chica que me gustara o trucos para tener en cuenta para el debut sexual. Todo eso quedaba acumulado en un lugar invisible pero cercano, como sus herramientas y restos de madera que se podían guardar en los asientos de madera pintados de verde inglés. La tapa desmontable lograba que nos pudiéramos sostener en lo que sirve para construir, lección que pude reponer años después gracias a la melancolía. De la conversación que no prosperó, nunca más volvimos a hablar.
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En el último cumpleaños de mi viejo, Maradona volvió a ocupar el centro de todos los noticieros. Mi papá ya se había peleado con toda su familia, por lo que el festejo quedó reducido al núcleo conformado por mi mamá y sus hijos. Algo que nos unía, además de la sangre, era que ninguno era especialmente maradoniano, tal vez como un pacto secreto cargado de cariño. Sin embargo, el orden se rompió cuando llegó el novio de aquel entonces de una de mis hermanas.
— ¿Vieron lo que pasó con el Diego?— preguntó antes de saludarnos. Nadie sabía en realidad, salvo mi papá. De alguna manera fue él quien alentó que la charla empezara a girar en torno a la posible detención en Italia de su compañero de fecha de nacimiento. Algo que, como todos sabemos, nunca ocurrió.
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Al contrario de lo que aprendí en las películas y en los pocos libros que llevaba leídos por aquel entonces, la muerte de mi papá no fue ni sorpresiva ni se extendió durante meses. Fue igual de discreta que su vida. El infarto silencioso que ningún médico pudo determinar cuándo ocurrió, había hecho estragos en su salud cardiovascular. Pudo haber sido hace muchos años atrás, o apenas unos meses. En medio de mi rapto egocéntrico de adolescente, me convencí de que la fecha debía ser cercana a nuestra charla casi monosilábica. En definitiva, algo se complicó, de manera inesperada, en la recuperación de una de las operaciones. A la mañana siguiente nos llamaron de urgencia a casa. Al primer sonido del teléfono yo ya me había dado por enterado.
Una vez en el hospital, todas las personas que nos cruzábamos en salas de espera y recepciones miraban alguno de los televisores puestos con un canal de noticias hablando de Maradona: había sido dado de alta. Las imágenes de archivo iban desde su época como “cebollita” a la ambulancia que lo había trasladado la última vez. En el medio, el gol a los ingleses, la vuelta a Boca, su partido despedida. Miré hipnotizado esa secuencia que duraba alrededor de tres minutos y volvía a empezar. Cuando nos dejaron ver el cuerpo de mi papá por última vez, me di cuenta de que yo no podía repetir ese trabajo: la historia de mi viejo estaba llena de escenas perdidas que iba a tener que reponer de algún modo.
Mientras esperábamos en la sala más cercana a la habitación en donde había estado internado a que mi mamá firmara los papeles que la convirtieron oficialmente en viuda, se acercó un enfermero que se distrajo por un segundo con el televisor que seguía repitiendo en loop los videos de aquel que sí había podido volver a su casa.
— ¿Ustedes son los familiares de Maradona?—preguntó antes de darse cuenta del error.
Por Gustavo Yuste*
*Gustavo Yuste (Buenos Aires, 1992) es Lic. en Comunicación por la UBA, escritor y periodista cultural. Es autor de la novela Personas que lloran en sus cumpleaños (Paisanita, 2019) y de los poemarios La felicidad no es un lugar (Santos Locos, 2020), Electricidad (Sudestada, 2020), entre otros.
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