Porno para principiantes es una co-producción entre Uruguay, Argentina y Brasil dirigida por el uruguayo Carlos Ameglio, que reúne a dos estrellas rioplatenses —Martín Piroyansky y Nicolás Furtado— en una comedia bizarra que mezcla géneros emulando lo que ocurría en los años ’80 de la post-dictadura dentro del campo cinematográfico del país hermano: un momento de grandes posibilidades creativas pero también de escasos recursos productivos.
Martín Piroyansky es argentino; Nicolás Furtado, uruguayo. Sin embargo, gracias a las facilidades que brinda la tecnología a la hora de hacer circular producciones culturales por el globo, ambos se han convertido en caras conocidas a un lado y otro del Río de la Plata. En esta oportunidad se reúnen bajo la dirección del uruguayo Carlos Ameglio para componer dos personajes peculiares en un contexto histórico-social sumamente particular para quienes soñaban con ser cineastas: por un lado, la libertad total en el campo creativo gracias al fin de la censura con la llegada de la democracia; por otro, recursos económicos limitados para llevar a cabo esos sueños.
La historia transcurre en la Montevideo de 1985, es decir, al finalizar la dictadura militar iniciada en 1973. Víctor (Piroyansky) es un aficionado al cine que decide vender su cámara para poder costear los gastos de su casamiento. Aníbal (Furtado) es un empleado de videoclub —sí, aún existían esos locales— un poco obsesionado con la pornografía, que intentará convencer a Víctor para que no abandone su sueño de convertirse en un cineasta prestigioso. Todo se complica cuando Boris (Daniel Aráoz), un mafioso local, los contrata para filmar una porno inspirada en La novia de Frankenstein, y Víctor termina envuelto en un romance con la porn star internacional Ashley Cummings (Carolina Mânica), poniendo en riesgo su matrimonio pero también sus ambiciones profesionales.
Con respecto a su creación, Ameglio cuenta: «Pertenezco a una generación en la cual querer ser cineasta era como querer ser astronauta. En 1985, la dictadura llega a su fin en Uruguay y genera —cinematográficamente hablando— una camada de marcianos. Creativamente todo era posible pero productivamente nada había cambiado». Este es, quizás, el elemento más interesante de la propuesta, un contexto histórico-social que habilita una fusión de géneros hilarante: porno y cine de autor. Este es un gran telón de fondo para enmarcar una historia de personajes desmesurados; el problema emerge cuando esto pasa a ser el único eje sobre el cual se estructuran los demás elementos de la película.
Piroyansky y Furtado componen a sus personajes con el humor y la ductilidad que los caracteriza (Furtado, lo sabemos, es un maestro de las caracterizaciones y parece sentirse muy cómodo en ese terreno creativo). Sin embargo, ninguno de los dos llega a explotar su veta de comediante como en otras producciones debido a los límites impuestos desde el guión, y por momentos el estilo de actuación de ambos se pone por delante del relato. Algunos chistes resultan efectivos; otros no tanto. La comicidad se agota porque todo se desprende de la hilaridad que reside en esa locura de querer hacer una porno a partir de La novia de Frankenstein.
El registro de época es un acierto; el diseño de vestuario ochentoso y la ambientación estilo «peli clase B» están muy logrados. La voz en off del cura encargado de la narración facilita el ingreso al relato y funciona por momentos, pero en otros se vuelve bastante predecible. Los personajes y escenarios son algo así como la trastienda del cine con mayúsculas, el lado B de las producciones baratas y un buen retrato de ese momento tan particular de la industria cinematográfica uruguaya: el destape, las ilimitadas posibilidades creativas a partir del fin de la censura y la eterna escasez de recursos para llevar a cabo esos sueños ambiciosos. Cuando el cine habla del cine siempre resulta un ejercicio estimulante.