Así empieza Quiltras, de Arelis Uribe

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En Chile, quiltro significa dos cosas: la primera es perro que no es de raza, perro de la calle. La segunda es persona despreciable. Quiltras (Los Libros de la Mujer Rota, 2017), el primer libro de la chilena Arelis Uribe, resignifica esa palabra. Sus quiltras, las protagonistas de sus cuentos, son mujeres enojadas, rabiosas, dispuestas a enfrentarse con lo injusto. En Chile el libro publicado por Los Libros de la Mujer Rota fue un éxito y lleva siete reediciones. Desde ahora, también se consigue en Argentina.

*Fragmento de Ciudad desconocida, por Arelis Uribe

Cuando chica con mi prima nos dábamos besos. Jugábamos a las barbies, a la comidita con tierra o a las palmas. Me quedaba en su casa fin de semana por medio. Dormíamos en su cama. A veces nos sacábamos la camiseta del piyama y jugábamos a juntar nuestros pezones, que en esa época eran apenas dos manchones rosados sobre un torso plano. Con mi prima estuvimos juntas desde siempre. Nuestras mamás se embarazaron con dos meses de distancia. Nos dieron pechuga juntas, nos dio la peste cristal juntas. Era casi obvio que cuando grandes íbamos a compartir una casa y jugaríamos a la comidita y a las muñecas, pero de la vida real. Creía que íbamos a ser ella y yo, siempre. Pero los adultos corrompen las cosas.

En la familia de mi mamá eran siete hermanos. Tres hombres y cuatro mujeres. Los hombres vivían como los hermanos que eran. Habían estudiado ingeniería en la misma universidad, les gustaba el mismo equipo de fútbol y se juntaban a hablar de vinos y relojes. Las cuatro mujeres eran un caos. Una se fue a trabajar a Puerto Montt. Con suerte la veíamos en navidad. Otra se fue siguiendo a un pololo y ahora tenía muchos hijos y vivía en Australia. Casi no existía. Las dos que quedaban -mi mamá y la mamá de mi prima, mi tía Nena- eran esposas de hombres brutos. Mi papá era una bestia y también el papá de mi prima. De esa gente que se cura para año nuevo y hace llorar a los demás. Nunca vi a los siete hermanos reunidos. A veces nos encontrábamos en los funerales o cuando los abuelos celebraban un aniversario. Una vez fuimos a la parcela de uno de los tíos y en el patio había pavos reales. en nuestra casa apenas cabía Pandora, una quiltra enorme que mataba a los gatos de los vecinos. Nunca entendí por qué vivíamos tan diferente, si éramos de la misma familia.

Mi mamá y mi tía Nena se parecían, por eso eran amigas. La gente tiene a ordenarse con los de su tipo, en una segregación voluntaria, como el reciclaje o las donaciones de sangre. Hasta que un día, no recuerdo por qué, se enojaron. Quizá fue porque mi mamá le pidió plata y no se la pagó. Quizá porque mi tía vino a almorzar y dijo algo malo sobre la comida. No sé, pero se enojaron y pasó lo que sucedía en una familia como la mía: en vez de resolver los problemas, dejaron de hablarse. Supongo que era una tregua, un acto de fe. Confiaban en que el silencio esfumaría las penas, que al dejar de nombrarlas también dejarían de existir.

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