En el marco del programa Artista en Residencia —bajo curaduría de Vivi Tellas en el Teatro Sarmiento— la bailarina y coreógrafa Leticia Mazur presenta su nueva creación, Phantastikón, luego de la retrospectiva de su obra llevada a cabo en junio y julio de este año. Puede verse de jueves a domingos a las 20.30 hs. en el Teatro Sarmiento (Av. Sarmiento 2715).
El diccionario de la Real Academia Española arroja cuatro acepciones para la palabra “imaginación”: 1) Facultad del alma que representa las imágenes de las cosas reales o ideales; 2) Aprensión falsa o juicio de algo que no hay en realidad o no tiene fundamento; 3) Imagen formada por la fantasía; 4) Facilidad para formar nuevas ideas, nuevos proyectos, etc. Así, tenemos: alma, falsedad, fantasía y creación. Leticia Mazur (bailarina, actriz, coreógrafa y docente) parece haber puesto el foco en las últimas dos nociones. La imaginación como campo infinito de lo posible y también como herramienta transformadora de la realidad.
Phantastikón es la nueva obra estrenada en el marco del programa Artista en Residencia, un interesante proyecto llevado adelante en el Teatro Sarmiento —bajo dirección artística de Vivi Tellas— que va por su tercera edición y que tuvo como antecedentes las retrospectivas del dramaturgo Matías Feldman y el grupo Piel de Lava (Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes). Este espacio fue el laboratorio donde se crearon obras como El ritmo (Prueba 5) y Petróleo. Luego de un recorrido a través de sus creaciones más importantes, Mazur presenta Phantastikón, una indagación en torno a la imaginación en el cuerpo como aquel acto de “mezclarse con lo invisible, habitarlo y transitarlo hasta que despliegue su forma”, tal como se anuncia en el programa de mano.

Foto: Carlos Furman
La realidad no es única y los cuerpos tampoco; por su misma constitución, rechazan cualquier tipo de dogma que intente imponerse sobre ellos. Mazur rastrea el carácter plástico de esa realidad individual y colectiva para convertirla en ritmo, gestualidad y movimiento, casi como una operación de alquimia. Los tres intérpretes vestidos de blanco (Samanta Leder, Pablo Lugones y Eugenia M. Roces) emergen en un escenario también blanco que organiza el plano escénico en perspectiva. Avanzan hacia el proscenio a prolijo ritmo de tap, pero en ese patrón rítmico irrumpe un caótico zapateo de malambo que, de a poco, va deformándose hasta convertirse en otra cosa que ya no es tap ni malambo sino, tal vez, una combinación o una disolución de los elementos anteriores.
A partir de ese momento, los espectadores asistirán a una suerte de “deformación” o “distorsión” del movimiento, que se corresponde a los mecanismos con los que opera la imaginación: ver algo allí donde otros no ven nada, dar entidad a lo invisible, mostrar lo oculto, potenciar la fantasía. El diseño de luces y las tonos cromáticos que aparecen paulatinamente en las prendas del vestuario de los bailarines o en los distintos elementos escenográficos revelan esa plasticidad: la realidad puede ser blanca, pero también violeta, roja o azul, dependiendo de la lente con la cual se elija observar. Phantastikón se presenta como un prisma escénico-moviente donde todo es posible.

Foto: Carlos Furman
En una hermosa enumeración del libro Un apartamento en Urano: crónicas del cruce, Paul Preciado escribe: “Algunas personas están encerradas dentro de su cuerpo como si se tratara de Alcatraz. Otras sólo entienden la libertad como algo que el cuerpo puede llevar a cabo. Algunas personas nunca se atreven a salir del repertorio gestual que aprendieron. A otras se les paga para experimentar con ese repertorio, pero sólo dentro del ámbito del arte”. La nueva criatura de Mazur dialoga con ese potencial de libertad y prisión que aloja todo cuerpo humano, y pone en tensión las convenciones de aquello que identificamos como expresiones del arte contemporáneo. El ritmo, lo gestual, la repetición, los planos escénicos, la profundidad, el diseño lumínico y sonoro, cada movimiento de los intérpretes: todo se conjuga para arrastrarnos hacia zonas tan estimulantes como incómodas, donde ya no hay suelo seguro sino la osadía de un salto al vacío.