En Plaza París, la directora brasileña Lúcia Murat aborda la violencia y la marginalidad desde el choque de dos universos contrapuestos: por un lado, una mujer negra que ha padecido los abusos de su padre desde niña y de alguna manera sigue estando sometida a su hermano, quien controla su vida desde la cárcel; por otro, la terapeuta que desde su rinconcito burgués intenta ayudarla a superar sus traumas, sin eludir los prejuicios.
Plaza París es una gran propuesta cinematográfica desde el relato y también gracias a sus logros visuales. La trama está narrada desde el punto de vista de dos mujeres: por un lado, Gloria (Grace Passô) una mujer negra víctima de las violencias familiares desde su infancia; por otro, Camila (Joana de Verona), la terapeuta que intenta ayudarla a superar esos traumas sin cobrar por ese servicio. El relato rápidamente pone en evidencia que no sólo se trata del color de piel o de los recursos económicos con los que cada una cuenta; lo que aquí se pone en juego es un modo de vida y una cosmovisión.
Gloria trabaja como ascensorista en el mismo edificio donde Camila se desempeña profesionalmente, y eso habilita algunos encuentros por fuera de las cuatro paredes del consultorio, encuentros que sin dudas se tornan incómodos y están muy bien resueltos desde la cámara y la puesta en escena, ya que mezclan la profunda intimidad que las mujeres ponen en juego durante la sesión y una suerte de ajenidad que resulta necesaria en otros contextos. Ese juego entre intimidad/ajenidad es uno de los puntos fuertes de la trama, porque a lo largo de sus encuentros tanto Gloria como Camila comparten detalles de su vida voluntaria o involuntariamente.
Todo parece ir bastante bien en el proceso de terapia hasta que interviene un tercer personaje: Jonas (Alex Brasil), el hermano de Gloria que cumple una condena por haber asesinado al padre abusador para librar a la jovencita de ese tormento. Ahora él se ha convertido en uno de los pesos pesados dentro (y fuera) de la cárcel, tiene numerosos contactos con los criminales de la favela donde vive su hermana y no ve con buenos ojos que cuente los detalles de aquellos episodios familiares en sus sesiones de terapia con Camila.
A partir de aquí el foco estará puesto esencialmente en la mirada de la joven profesional, quien lleva una vida burguesa junto a un novio argentino (Marco Antonio Caponi) gracias a las decisiones que suelen decantarse de las co-producciones. La apacible vida académica y sentimental de Camila se ven en jaque cuando Jonas planea un ataque a una comisaría desde adentro de la cárcel y envía algunas advertencias para que deje de atender a su hermana. El resto, quizás, son construcciones en la cabeza de Camila, que por momentos parece perder el equilibrio y se vuelve paranoica en su cotidianidad. El otro personaje es el novio de Gloria, que tiene pocas intervenciones pero resulta clave en la totalidad de la trama (no diremos aquí por qué).
El resultado de Murat es una película valiosa desde el qué y también gracias a sus hallazgos en el cómo: los mecanismos narrativos, el trabajo con la cámara y la puesta en escena acompañan una historia potente que pone acento en una mirada femenina sobre la violencia en contextos de marginalidad y también en otros que, en principio, parecerían ajenos a toda forma de agresión. Los escenarios elegidos son un elemento que deberíamos atender: la trama se narra desde la cárcel, la favela y los márgenes de la ciudad, pero también en ámbitos como los pasillos de una universidad, el consultorio de la terapeuta o el departamento que comparte con su pareja.
Lo más interesante de Plaza París, quizás, es ver cómo las miserias de esa marginalidad sobre la cual Camila inevitablemente tiene prejuicios (por más que lo niegue) y sus múltiples formas de violencia van tiñendo la vida de un personaje que podría observar todo el cuadro desde afuera, pero que por momentos parece estar más empantanada que la víctima a quien ella ha ofrecido su ayuda. La interpretación de Grace Passô es jugada y vale ser destacada.