Fernando Spiner ha tenido un 2018 muy activo. El próximo jueves estrenará La boya, ensayo audiovisual narrado en primera persona donde indaga el vínculo con su mejor amigo de la juventud, el mar, la poesía, Villa Gesell y sus antepasados. Además, acaba de terminar el rodaje de El último inmortal, una película de ciencia ficción que tiene estreno previsto para el año próximo. Charlamos con el realizador después de la función de prensa de La boya.
— ¿Qué significa para vos este rito de nadar hasta la boya?
— En principio es algo verdadero, real. Mucho tiempo después fuimos descubriendo la dimensión poética y simbólica que había en ese ritual, pero al principio fue una acción, un acto verdadero. Es algo que veníamos haciendo casi obsesivamente: nadar, contar las brazadas, mirar desde la playa para ver si sigue ahí, a qué altura. Soy un obsesionado. Creo que con pocas cosas me obsesioné tanto en la vida.
— Entonces primero fue el acto y después vinieron las lecturas.
— Sí, en un momento me di cuenta de que eso era un símbolo: yo no sabía por qué sucedía y tampoco podía explicar qué era lo que estaba haciendo cuando lo hacía. Pero evidentemente ese acto encerraba una fuerza poética y simbólica muy poderosa que me definía; estaba vinculado con el mar y con Aníbal, mi gran amigo de la adolescencia que se quedó en el pueblo.
— Hay algo de la figura del doble con la aparición de Aníbal, ¿no?
— Sí, totalmente. Nosotros nos parecemos mucho; la gente nos confunde desde la adolescencia. Si yo me quedaba en el pueblo podría haber sido él. Ahora puedo ver la mejor versión en la que podría haberme convertido porque él me causa muchísima admiración; es una persona que me ha hecho crecer y me ha acercado a la poesía. Haciendo esta película ha puesto ante mis ojos la poesía de mi padre, a la cual yo no le había prestado demasiada atención. A partir de eso decidí hacer una película con la poesía de mi padre, algo que jamás hubiese imaginado.
A la hora de definir su película, Fernando intenta eludir las tradicionales etiquetas. «Yo no sé si esto es un documental. Creo que es un ensayo hecho por una persona fanática de la ficción. Mi lugar de cineasta lo encuentro como narrador, como alguien que cuenta historias», reflexiona. Asegura que La boya tiene mucho del “había una vez” que a él más le gusta, y que para construir su relato tomó hechos de la realidad tratando de que no perdieran su potencia verdadera ni su valor narrativo.
La película está plagada de elementos cargados con un alto valor simbólico: la boya, las cartas, las poesías, los libros. Esos objetos fueron el punto de partida para empezar a reflexionar sobre sus múltiples sentidos. «La boya no sólo tenía que ver conmigo sino también con mis antepasados, con la historia de subsistencia del pueblo judío, con la idea de atravesar el océano, escapar, ser perseguidos. Esa boya soy yo», confiesa Spiner.
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— Es un relato en primera persona. ¿Qué desafíos supuso poner las emociones arriba de la mesa?
— Bueno, en cuanto yo contaba la película muchos la asociaban a Las playas de Agnès (de Agnès Varda). Pero yo no soy Agnès Varda ni pretendo colocarme en ese lugar. A mí eso me daba mucho miedo. Yo solamente quería hablar de algo sentido y verdadero que eran estas vivencias, entonces encontramos otro camino que fue hacer una película sobre mi amigo. Y fue una gran cosa: en definitiva es sobre mí porque él es yo, pero no hizo falta hablar de todo eso que yo no quería hablar. Acá hablamos de poesía, del pueblo, de los guardavidas, de los que asisten a esas charlas, de la boya como un símbolo gigante.
— La boya aparece como un elemento polisémico en la trama; cada cual la carga de sentido. ¿Cómo leés eso?
— Total. Para mí significa algo, para mi amigo otra cosa, para los guardavidas otra y para los espectadores también. La boya es lo que permite que no te ahoges, lo que te marca el camino, lo que se mantiene ahí donde vos podés llegar sólo por un instante, lo que convive con el mar, lo que tiene fin, lo que vuelve a empezar. Y así podríamos seguir horas.
— ¿Cuál es tu vínculo con la poesía?
— Mi papá era un gran lector de poesía; para año nuevo, por ejemplo, solía regalarme poesías; escribía haikus, cartas oraculares. Era una persona muy amorosa y merece una película. Pero a pesar de eso yo nunca me sentí demasiado atraído por la poesía: me empecé a interesar a partir de asistir a las charlas sobre la poesía y el mar que daba mi amigo. Ahí descubrí a Walt Whitman, al Borges poeta, a los griegos. En las charlas con Aníbal en la boya él recitaba poemas sobre el mar o me hablaba de Idea Vilariño. Eran momentos increíbles. Ahí empecé a preguntarme si se podría transmitir algo así, y creo que como cineasta uno debería poder hacerlo. Una verdad como esta no voy a encontrar nunca.
— La música es obra de tu hija, Natalia Spiner. ¿Qué significó que fuese ella quien creara la atmósfera sonora de esta película tan especial?
— Bueno, con ella hemos trabajado en otras cosas: compuso la música de los títulos de Aballay, el tema central de un corto que hice sobre Malvinas (Regimiento 7 regresa a casa), la música de la serie que hicimos con Ana Piterbarg, Los siete locos y los lanzallamas. Y en este caso era muy genuino y no podía ser otra persona: ella vivió conmigo en Gesell, hizo ahí su primaria, es su familia, su mar, su lugar. Eso completó este combo de amor.
— ¿Cómo ves el panorama del cine?
— Complicado… Ahora estrenamos esta película con todas las dificultades que implica hoy estrenar, y sabemos que probablemente estemos poquito tiempo. Los valores de arte, de cultura y de expresión artística en esta sociedad de consumo empoderada en estos últimos años han perdido todo su valor. Es muy difícil remarla, pero nuestro acto de resistencia es seguir haciendo películas.