Sagrado bosque de monstruos es una obra escrita por Inés Garland y Santiago Loza, dirigida por Alejandro Tantanian y protagonizada por Marilú Marini, quien encarna a Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, mujer que podría ser identificada como una de las primeras feministas católicas del siglo XVI. Teresa se opuso a la Santa Inquisición, construyó sus propios conventos e intentó quebrar las normas dentro de la propia institución eclesiástica. Puede verse de miércoles a domingos a las 20 hs. en el Teatro Nacional Cervantes (Libertad 815).
La puesta concebida por Oria Puppo y Alejandro Tantanian se inscribe en una coyuntura social y teatral que resulta imposible omitir: este año probablemente pase a la historia como aquel en el que se debatió en el Congreso la legalización del aborto, y la cartelera teatral porteña ciertamente ha sido un gran catalizador de las acaloradas discusiones en torno a los derechos de las mujeres. Sagrado bosque de monstruos forma parte de esta revuelta feminista que desbordó las calles y logró llegar a las tablas. La pieza está inspirada en la figura de Santa Teresa de Jesús: religiosa española, lectora y escritora fervorosa, fundadora de la Orden de los Carmelitas Descalzos y dedicada plenamente a la construcción de conventos. Sin embargo, también podría describírsela como una auténtica rebelde que intentó cambiar las reglas de juego desde adentro, en el seno de la Iglesia Católica.
La osada apuesta estética y visual condensa con gran éxito las contradicciones y luchas internas que marcaron la vida y obra de este personaje. Un intercambio filosófico entre Hugo Mujica (sacerdote y escritor) y Marilú Marini (actriz) abre la puerta no sólo a la trayectoria de Teresa, sino también a los misteriosos vínculos que la unen al mundo del arte en su impulso por hacer y en su anhelo de trascendencia. Sin contar demasiados detalles para no arruinar la sorpresa, sólo diremos que después de esta sección reflexiva la pieza se desplaza hacia el terreno de la pura teatralidad a través de un dispositivo escénico que despertará varias exclamaciones, y alcanzará su ápice de la mano de un clásico cuadro revisteril. ¿Cómo es que puede ligarse a una santa con el mundillo de la revista?, podría pensarse. Y en ese cruce de lo sagrado y lo profano se juega buena parte de esta ambiciosa arquitectura dramática, que supo capitalizar notablemente las refacciones en la sala principal del Cervantes.
El relato se construye sobre la premisa de la yuxtaposición de miradas y discursos; no hay aquí minguna linealidad en la trama sino más bien una puesta reticular, un tejido denso plagado de voces donde por momentos prima el lenguaje y por momentos el cuerpo es quien domina la escena. Esa heterogeneidad le imprime a la puesta tintes oníricos que bien podrían asemejarla a un sueño complejo o a una obra de Marcel Duchamp. El concepto quizás lo es todo: una santa metida en un aquelarre a punto de ser devorada por las llamas de la Inquisición, un ser inacabado, una rebelde con causa. Tal como ha dicho Marini, «alguien en construcción».
Esa atmósfera habilita todo un mundo de leyendas y cosmogonías autóctonas en torno a la figura de Teresa y al mismísimo teatro donde se lleva a cabo la función: una excavación, una mano misteriosa fosilizada y enterrada durante siglos bajo la platea, un barco europeo y la fundadora española. Esa mitología indaga también el origen de este proyecto: allá por 1969, Roberto Villanueva (a cargo del Instituto Di Tella) parecía obsesionado con la figura de la santa y Marilú comparte con los espectadores algunas anécdotas deliciosas de la época, como aquella imagen de un joven Miguel Abuelo cantando en la cima de una montaña de cuerpos humanos. Es interesante el vínculo que emerge entre la rebeldía de Teresa durante el siglo XVI y la contracultura porteña de los años ’60. El éxtasis quizás sea el gran hilo conductor.
El trabajo interpretativo de Marilú Marini —acompañada por un notable elenco masculino en el que se destacan Iván Moschner y Rodolfo de Souza— merecería un apartado especial. Marilú no representa; encarna. Marilú no recita; evoca. Marilú recrea a esa mujer tan abnegada como desafiante, a ese ser en construcción. Teresa se erige como fantasma en un panteón compartido con mujeres de la talla de Virginia Wolf o la mismísima María Guerrero, hacedoras de sus «cuartos propios», de sus foros privados, de sus espacios de libertad absoluta (para leer, para escribir, para pensar, para disentir, para luchar). Y podría decirse que Marini también forma parte de esa estirpe porque diseña sus propios caminos y registros en el plano de la actuación. Claramente no hay ninguna como ella.
Sagrado bosque de monstruos emerge entonces como un aquelarre con innumerables puertas de acceso, con una multiplicidad de sentidos posibles; aquí prima el fragmento, la digresión, la fuga, la libertad asociativa. Esta osadía descansa no sólo en un diseño escenográfico, estético y visual exquisito (obra de Oria Puppo), sino también en esa figura inacabada que se construye alrededor de Teresa. Ella es en sí misma una transición, un proceso, un desplazamiento, una fuga, un grito. Mujer audaz y camaleónica, devoradora de libros, visionaria o posesa, presa de sus alucinaciones o dueña de revelaciones divinas, levitadora, constructora de conventos y destructora de dogmas. ¡Que nadie se pierda esta experiencia mitológica y sensitiva en el Cervantes!