El hijo eterno es la pieza teatral basada en la novela homónima del brasileño Cristóvão Tezza. Con adaptación de Bruno Lara, producción de Jean Pierre Noher, dirección de Daniel Herz junto a Ignacio Ciatti y un gran trabajo interpretativo de Michel Noher, esta obra aborda la paternidad —un eje no tan trabajado en nuestras dramaturgias—, el amor y las múltiples formas que puede adoptar cualquier vínculo con un otro. Puede verse los martes a las 21 hs. en Nün Teatro Bar (Juan Ramírez de Velasco 419).
“Un hombre distraído, alguien provisorio que a sus 28 años todavía no empezó a vivir”. Así se define desde la narración al protagonista de El hijo eterno, la pieza basada en la novela homónima del brasileño Cristóvão Tezza, adaptada para teatro por Bruno Lara, producida por Jean Pierre Noher, dirigida por Daniel Herz con asistencia de Ignacio Ciatti y magistralmente interpretada por Michel Noher.
El hijo eterno aborda con enorme sensibilidad y sin golpes bajos un tema sobre el que no se ha trabajado demasiado en nuestras dramaturgias: la paternidad. El foco está puesto en las experiencias de un padre primerizo cuyo hijo padece síndrome de Down. La acción se sitúa en La Plata durante la década del ’80, cuando aún no se conocía la terminología “Down” y en su lugar se hablaba de “mongolismo”. Es también el último tramo de la dictadura cívico-militar argentina, y palabras como “diferencia” o “desaparición” resuenan poderosamente en ese contexto.
“La vergüenza es la máquina de estructuración social más poderosa”, asegura el protagonista casi como escudándose detrás de sus propios prejuicios. Y es que el hijo que ha nacido se parece muy poco a la “idea de hijo” con la que él fantaseó durante nueve meses. La sentencia es “para siempre” y eso lo aterra. En la estructura diseñada por Tezza, narrador y protagonista se yuxtaponen, se desdoblan, y pueden identificarse tres personajes centrales: un narrador que oscila permanentemente entre la cercanía de la primera persona y la distancia objetiva de la tercera, el padre prejuicioso del inicio y el padre del final (no adjetivaremos para respetar la sorpresa del espectador).
El protagonista es un joven de 28 años que siempre se ha mantenido al margen de la vida y de los cánones tradicionales del sistema. Se percibe a sí mismo como un ser superior, predestinado a la alta literatura; un hombre con aspiraciones más elevadas que su realidad porque, en rigor, aún no ha logrado escribir nada verdaderamente significativo. El personaje es un alter ego de Tezza, con quien comparte muchos de sus rasgos biográficos. Curiosamente, el autor depositó algunos de sus miedos más profundos en esta novela que finalmente lo consagraría a nivel nacional e internacional: gracias a esta creación ganó numerosos premios y logró una repercusión masiva que incluyó traducciones a varios idiomas.
Al borde de los 30 años, el dilema del protagonista dejará de estar situado en su realización profesional y se desplazará hacia el terreno de la paternidad (con todas las maravillas y los conflictos que esa tarea conlleva). El gran interrogante podría ser: ¿cómo vincularse con ese otro, con lo diferente? ¿De qué manera establecer un contacto genuino con aquello que no percibimos como propio, con aquello que no se amolda a los ideales? La pregunta vale para la relación padre-hijo, para los casos en donde los padres deben enfrentarse a niños con cualidades diferentes, pero también para cualquier tipo de vínculo (incluso más allá de la paternidad).
Desde el terreno de la dirección, Herz y Ciatti han decidido colocar el relato en primer plano, y han sabido explotar al máximo las bondades y la intimidad de la pequeña sala de Nün. Michel Noher, por su parte, recrea maravillosamente los itinerarios de su personaje, condensando 25 años en poco más de una hora: lo hace con una sólida presencia sobre el escenario y un gran abanico de matices interpretativos que le permiten traer a escena los diversos estados de ánimo que transita su criatura. Un cuerpo portador de mil relatos, una silla, una trama lumínica que acompaña cada gesto del actor y una atmósfera sonora capaz de reforzar los climas creados por Noher son los elementos de esta puesta minimalista que aloja toda su potencia en la interpretación.
No es sencillo para un actor desenvolverse completamente solo sobre el escenario, y mucho menos cuando se trata de un texto con tanta carga dramática como el de Tezza. Sin embargo, cuando uno ve a Noher todo parece sencillo. He aquí la magia del arte y la alquimia del actor: transformar lo complejo en algo aparentemente simple. Susan Sontag decía que el arte suponía seducción y no rapto; el intérprete de El hijo eterno seduce a su audiencia y la guía con astucia por ese laberinto dramático.
La pieza habla sobre los prejuicios y los evidentes desajustes entre el ideal y la realidad; sobre la necesidad de superar las diferencias para generar un contacto genuino con el otro; sobre el terror inevitable ante todo lo que puede llegar a ser “para siempre”; sobre las múltiples formas del amor y la necesidad imperiosa de retirar el “yo” para que ese otro pueda desplegarse. Habla también de la paternidad (con sus luces y sus sombras), y de la madurez como aquel momento en el que aprendemos a convivir con nuestras frustraciones, con todo aquello que no salió tal como esperábamos. Hay que ir a ver esta joyita a Nün.