Nanette es más que un show de stand-up. Hannah Gadsby, la comediante australiana conocida también por su participación en la serie Please like me, irrumpió en Netflix con un monólogo que marca un punto de quiebre al interior de su profesión. Con un humor filoso, cuestiona el núcleo mismo de la comedia y apuesta a la reconstrucción desde una perspectiva de género que le devolvió una voz durante años silenciada. (Foto: Netflix)
Nanette: mi sensibilidad es mi fortaleza
Estamos atravesando un cambio de época. El trabajo permanente de los movimientos feministas marcó finalmente un punto de quiebre, a partir del cual la deconstrucción de las prácticas aparece como un camino urgente y necesario. Y Hannah Gadsby lo sabe. Esta comediante australiana de cuarenta años de edad que se presentó en la ciudad de Melbourne ante un escenario repleto de gente con Nanette, su último show, cuestiona el núcleo de los monólogos cómicos. Los desarma para encontrar ese punto opresivo de la cultura que invisibiliza y violenta la identidad.
Esta comediante australiana de cuarenta años de edad que se presentó en la ciudad de Melbourne ante un escenario repleto de gente con Nanette, su último show, cuestiona el núcleo de los monólogos cómicos. Los desarma para encontrar ese punto opresivo de la cultura que invisibiliza y violenta la identidad.
“Creo que debo dejar la comedia”, anuncia a poco tiempo de empezar la función, ante una audiencia que entra en silencio. “Ya no me siento cómoda (…) Construí mi carrera en base a chistes de autocrítica. Y no quiero seguir haciéndolo. ¿Entienden lo que la autocrítica significa para alguien que ya existe en los márgenes? No es humildad. Es humillación. Hablo mal de mí misma para poder hablar, para buscar permiso para hablar. Y simplemente no volveré a hacer eso, no a mí misma ni a nadie que se identifique conmigo. Si es significa el fin de mi carrera como comediante, que así sea”, sentencia.
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Una mujer rota que se ha rehecho a sí misma
Hannah es lesbiana. Creció en Tasmania, un pueblo conservador de Australia en donde la homosexualidad fue considerada un delito hasta 1997. “El 70% de las personas de mi zona creía que la homosexualidad debía considerarse un delito y que los homosexuales eran pedófilos atroces e inhumanos. Para el momento en que me identifiqué como gay, ya era muy tarde, era homofóbica y eso es algo que no se puede cambiar como un interruptor: uno asimila la homofobia y aprende a odiarse a sí mismo. Me quedé encerrada y cubierta de vergüenza en ese clóset por diez años”, dice dejando de lado el humor para describir una cruda realidad que aún hoy continúa afectando a la comunidad LGBTTIQ.
Como muchas otras mujeres, Hannah comprendió que ya era tiempo de reescribirla, de no dejar de lado las partes que el machismo de la sociedad desconoce, subestima y silencia. . “Debo contar mi historia como se debe”, dice en su monólogo.
Su monólogo es hábil: entiende que para provocar la risa en el momento justo tiene que saber administrar la tensión, pero también que fue precisamente esa necesidad de encajar su historia en los mecanismos de la comedia lo que la deformó hasta volverla casi irreconocible. Pero, como muchas otras mujeres, Hannah comprendió que ya era tiempo de reescribirla, de no dejar de lado las partes que el machismo de la sociedad desconoce, subestima y silencia. “Debo contar mi historia como se debe”, dice y así vuelve sobre aquellas anécdotas con las que inició su carrera, las “típicas de una comediante que recién acepta su sexualidad”, para hablar lo que siempre había omitido y cubierto en chistes: un hombre que a sus 17 años la golpeó brutalmente por ser lesbiana o una madre que le pide perdón por haberla criado como heterosexual.
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El humor de Hannah es filoso y desafiante. Obliga a confrontar a la audiencia con todo lo que las rutinas cómicas suelen eludir o alimentar, cayendo en lugares comunes que nada construyen para una sociedad igualitaria y a la vez diversa. Con ironía, disecciona las raíces de la misoginia y la homofobia, cruzándolas incluso con la historia del arte, carrera que Gadsby estudió y de la que hace uso para dejar al descubierto el machismo encarnado en obras y artistas mundialmente reconocidos. Se para en el escenario a hablar de los estereotipos y de los roles de género que dividen desde la infancia, que “cubren de vergüenza a un chico y le dan permiso a otro para odiar”.
El humor de Hannah es filoso y desafiante. Obliga a confrontar a la audiencia con todo lo que las rutinas cómicas suelen eludir o alimentar, cayendo en lugares comunes que nada construyen para una sociedad igualitaria y a la vez diversa.
“Soy una mujer incorrecta y ese es un delito que merece castigo. Esta es la tensión que los ‘no normales’ sentimos todo el tiempo porque es peligroso ser diferente”, dice Hannah hacia el final. Sabe que, a diferencia de lo que quizás hubiera sucedido tiempo atrás, tiene la oportunidad de ser escuchada, de gritar todas las injusticias y reinventarse en el proceso, rompiendo con ese sentido común que busca el disciplinamiento y la sumisión de las identidades disidentes.
«No hay nada más fuerte que una mujer rota que se ha rehecho a sí misma», sentencia en el momento de mayor tensión de su monólogo, demostrando el camino que transitó y que, de manera casi involuntaria, también ha transitado el espectador. Como ella misma menciona, su historia no es la de una víctima, es la de una mujer que reconoce su fortaleza, que logró reconstruirse y resistir para contar lo que vivió y esparcir la conciencia de una sociedad construida sobre la opresión.