Los cuentos de Nada contra qué chocar (La parte maldita, 2017), de Jorge Abel Muñoz, crea un clima cargado de tensiones: el lector se enfrenta a escenarios con ciertos guiños humorísticos que, sin embargo, descubren miserias humanas en aquellos lugares donde otros no hubieran buscado. Con un manejo fluido de la prosa y un hábil pasaje entre personajes de distintas edades, el autor captura con versatilidad momentos determinantes en la vida cotidiana, de los que suceden cuando nadie parece estar mirando.
Sobre el autor
Jorge Abel Muñoz se formó en los talleres de Guillermo Saccomanno, Liliana Heker y Juan Forn. Sus cuentos y proyectos literarios han sido finalistas en varios concursos nacionales. Es Redactor Creativo y docente de Creatividad aplicada y de Concepto de Marcas en la Escuela Superior de Creativos Publicitarios. Actualmente realiza una Maestría en Escritura Creativa en la Universidad Nacional Tres de Febrero (UNTREF) y escribe su primera novela. Nada contra qué chocar, su primer libro publicado, obtuvo en 2016 en la categoría cuento, el Premio del Régimen de Fomento a la Creación Literaria que otorga el Fondo Nacional de las Artes.
Lo que pasa donde no se mira
Descubrir la materia prima con la que amasar una historia no siempre es tarea fácil, pero Jorge Abel Muñoz parece haberla encontrado en aquellos momentos que, aunque breves, pueden resultar determinantes. Los cuentos de Nada contra qué chocar (La parte maldita 2017) van en esa dirección: capturan lo que sucede en tan solo unas pocas horas o minutos, como si se tratase del ojo de una cámara que sigue de cerca a los personajes, encontrando en la cotidianedad situaciones sencillas pero con aristas filosas.
Con una prosa fluida, por momentos poética, y sin descuidar los detalles, el autor logra retratos visuales de las escenas y de los personajes, intercalando con habilidad las dosis justas de descripción y acción. Pueden leerse, por ejemplo, frases como: «El copiloto lo mira de reojo. El sol cayendo marca el horizonte. Oscurece de a poco, los arbustos y el pasto se van convirtiendo en siluetas planas. El perfil de frito ahí, reconocible hasta que abre la boca y empieza la prédica de su nueva vida».
De esta forma, sin la necesidad de prolongar demasiado el relato, Muñoz crea un clima que se va cargado de una sensación extraña: una tensión se forma en el aire, pero siempre teñida de ciertos guiños humorísticos que enfrentan al lector con una contradicción interna. Lo que se ensaya es así una risa con sabor amargo, que en pocas líneas y casi naturalmente, se transforma en un un momento de desasosiego al dejar latentes miedos, inseguridades, angustias e ironías. Un aire tragicómico construido de forma minuciosa al explotar rasgos sutiles que pueden significar una diferencia profunda entre estados de ánimo o el curso mismo de la historia.
El mosaico de personajes habla también de la versatilidad del autor: cada uno de ellos posee rasgos e identidades bien definidas. Incluso en unas pocas líneas, el texto despliega el espacio necesario para ir presentando a cada uno de ellos, creando descripciones potentes y retratos certeros que generan una idea visual en la mente del lector todo lo que dure el cuento. Ya sea un chico atravesando una desilusión amorosa en el patio de un colegio o un empleado que se enfrenta al destrato de un jefe manipulador, Muñoz ofrece voces realistas, logrando un pasaje espontáneo de una a otra e ingresando en el mundo adulto e infantil en igual medida.
Nada contra qué chocar se posa entonces sobre esos recortes de la vida que para muchos podrían pasar desapercibidos, pero que señalan momentos claves que ponen el foco donde molesta. La incomodidad de la reflexión sobre las propias miserias es quizás uno de los ejes de este libro, que sutilmente y casi de la misma forma que con los personajes, deja al lector suspendido en una especie de vacío ante cada nuevo final, sin una red que lo contenga.