El trabajo del feminismo tiene por delante un largo camino para desnaturalizar aquellos sentidos profundamente arraigados en la cultura machista. Cuestionar el orden establecido no es tarea fácil: aún surgen agresiones desde amplios sectores de la sociedad que relativizan las denuncias y consideran que el movimiento está cargado de «susceptibilidades». ¿Por qué esta reacción? ¿Cuál es la importancia de disputar el sentido común? (Foto de portada: Gustavo Yuste)
«Ahora todo es violencia de género», se suele escuchar desde amplios sectores de la sociedad. Varones – y también mujeres – relativizan así la importancia de las denuncias y el trabajo activo del feminismo. «Ya no se puede decir nada», protestan. ¿Por qué lo que hasta hace unos años pasaba completamente desapercibido o hasta incluso llegaba a generar risa ahora es motivo de condena pública? Es cierto, los tiempos están cambiando, pero no se trata de susceptibilidades, exageraciones, ni de «ataques feminazis». Son síntomas de una batalla cultural iniciada desde hace tiempo, y que finalmente está teniendo sus resultados en la escena pública.
¿Por qué lo que hasta hace unos años pasaba completamente desapercibido o hasta incluso llegaba a generar risa ahora es motivo de condena pública? Es cierto, los tiempos están cambiando, pero no se trata de susceptibilidades, exageraciones, ni de «ataques feminazis».
La violencia de género es parte de un sistema de opresión con raíces históricas. Los derechos de las mujeres son vulnerados de forma constante, sobre la base de múltiples desigualdades que se reflejan en la vida cotidiana y que se expresan, por ejemplo, en la brecha salarial, el acceso diferencial al trabajo, salud y educación, y en todos aquellos mensajes que perpetúan estereotipos e imposiciones sobre el cuerpo y el comportamiento. Los femicidios son el eslabón más extremo y cruel de esta cadena que abarca agresiones físicas, psicológicas, económicas y simbólicas. A nivel legal, el reconocimiento de este conjunto fue sancionado en 2009, gracias a Ley 26485, de protección integral a las mujeres. Socialmente, aún siguen siendo difíciles de concebir.
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El rechazo de las denuncias y la estigmatización del feminismo demuestra la fuerza con la que los discursos machistas se encuentran arraigados. No es fácil deconstruir el sentido común y señalar aquellas situaciones que persisten en el imaginario como un estado permanente e inmodificable del funcionamiento social. Disolver la idea de sumisión basada en en la inferioridad asignada culturalmente a la mujer requiere cuestionar todo lo que nos fue educado. No se trata solo de desnaturalizar los femicidios, sino también la discriminación, los chistes sexistas, el acoso, el maltrato, los prejuicios y toda forma de cosificación. Los discursos tienen una fuerza mucho más poderosa de lo que parece y eso es algo de lo que hoy en día se está mucho más consciente. Por eso, declaraciones atroces como las de Cacho Castaña son inaceptables.
No es fácil deconstruir el sentido común y señalar aquellas situaciones que persisten en el imaginario como un estado permanente e inmodificable del funcionamiento social. Disolver la idea de sumisión basada en en la inferioridad asignada culturalmente a la mujer requiere cuestionar todo lo que nos fue educado.
En este punto, cabe destacar la importancia de las redes sociales, que en el último tiempo crecieron de forma exponencial hasta ocupar un lugar importante en la militancia. En el caso del feminismo, su fuerza queda demostrada de forma constante con el alcance y la masividad que cobran convocatorias como el Ni Una Menos o el Paro Internacional del 8 de marzo, y también con la difusión de desapariciones de mujeres, o denuncias de cualquier índole. Facebook, Twitter o Instagram se constituyeron así como un reflejo de la agenda pública, de gran influencia en la esfera mediática, y como un espacio fundamental para visibilizar luchas que son silenciadas o tergiversadas desde el periodismo hegemónico.
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De la misma forma, las redes hicieron aún más evidente las agresiones de los sectores machistas que resurgen ante cada nuevo desafío a la normalidad constituida a través de la historia. Se pueden mencionar, por nombrar solo uno de los tantos casos, las amenazas recibidas por las organizaciones feministas que exigieron la cancelación del show de Yayo en Bahía Blanca y Punta Alta, provincia de Buenos Aires, en julio de 2017. “Las vamos a matar a todas mujeres de mierda”, “El hombre manda carajo. Ustedes no son una mierda y si se siguen haciendo las histéricas potentes y siguen basureando al hombre se van a topar con una inmensa masa de hombres que las hagan mierda”, se pueden leer entre los cientos de mensajes que los colectivos recibieron por Facebook.
Después de años de silencio, que las mujeres marquen límites a los agravios, que defiendan la libertad de decisión sobre su cuerpo y su vida y que ya no acepten actos y expresiones machistas porque «así es como fueron siempre las cosas», es algo que molesta
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La ira es parte de algo más profundo. Después de años de silencio, que las mujeres marquen límites a los agravios, que defiendan la libertad de decisión sobre su cuerpo y su vida y que ya no acepten actos y expresiones machistas porque «así es como fueron siempre las cosas», es algo que molesta. Para los sectores de poder resulta incómodo tener que renunciar a privilegios que creían naturales, que se los señale por banalizar las agresiones, que el concepto de violencia tenga un sentido completamente distinto al que se creía instalado. Es parte de la resistencia a un cambio cultural que solo es posible gracias a quienes se atreven a alzar la voz contra el orden establecido.
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