Desde el 1 de agosto de 2017, diferentes versiones sobre la vida que llevaba adelante Santiago Maldonado circularon por medios de comunicación, encuentros familiares y redes sociales. Mapuche, violento, anarquista, kirchnerista, montonero, hippie fueron algunas de las expresiones que se utilizaron para definirlo, para encasillarlo, para entender su desaparición y, posteriormente, su muerte de forma lógica. Pero Santiago Maldonado era algo distinto.
Como si una etiqueta permitiera volver razonable, aceptable o esperable su desaparición, así se sucedieron una serie de versiones sobre quién era efectivamente Santiago Maldonado, el joven que había desaparecido tras una brutal represión. Desde el 1 de agosto de 2017, hasta la confirmación de su muerte, esas formas de mostrarlo se sucedieron principalmente en medios de comunicación y redes sociales, pero también en comentarios de funcionarios -muchas veces, en off- y en mesas familiares.
Los comentarios sobre el joven parecían arrojar la evidencia concreta para deslegitimar su búsqueda o rechazar el reclamo por su aparición con vida. Si era mapuche, montonero y/o kirchnerista seguro no estaba desaparecido o, en caso contrario, bien lo estaba.
En la mayoría de los casos, los comentarios sobre el joven parecían arrojar la evidencia concreta para deslegitimar su búsqueda o rechazar el reclamo por su aparición con vida. Si era mapuche, montonero y/o kirchnerista seguro no estaba desaparecido o, en caso contrario, bien lo estaba. De igual forma, se repitió hasta el hartazgo comentarios similares a: «Le pasó por ser hippie», o «si hubiese estado trabajando eso no pasaba».
En ese ida y vuelta se mantuvieron los comentarios que etiquetaban la vida de Santiago Maldonado. Entre dudar de la responsabilidad del accionar represivo en su desaparición y, en el segundo siguiente, confirmarlo al mencionar que desapareció porque no estaba aceptando, lisa y llanamente, el sistema capitalista. Todo esto sucedía con mayor o menor virulencia según avanzaba el caso, hasta la confirmación de su muerte el 20 de octubre de 2017.
A partir de esa fecha, si bien la deslegitimación contra el joven y la familia siguieron su curso desde algunos medios y comentarios en redes sociales, el hecho de confirmar que Santiago Maldonado no estaba perdido también arrojó una pequeña cuota de ¿humanidad? en algunas personas. Los comentarios sobre el «pobre chico que murió ahogado» no se hicieron esperar, negando así el accionar represivo del que huía la última vez que se lo vio con vida.
Sin embargo, Santiago Maldonado, como la familia se ha cansado de expresar, no era ninguna de las etiquetas con que buscaban encasillarlo, ni se ubicaba dentro de las difamaciones que intentaban inventar alrededor de su figura. Santiago Maldonado no era ni mapuche, ni kirchnerista. Tampoco era violento. Quizás sí era hippie, si es que aún esa palabra sirve para etiquetar a las personas que luchan contra un sistema que oprime a los pueblos en todo el mundo. Pero tampoco se podría englobar a toda su persona en una categoría.
Santiago Maldonado no era ni mapuche, ni kirchnerista, ni montonero. Tampoco era violento. Quizás si era hippie, si es que aún esa palabra sirve para etiquetar a las personas que están contra un sistema que oprime a los pueblos en todo el mundo.
Santiago Maldonado no murió por ninguno de esos «estereotipos» que buscan encajar en su nombre, sino que murió por sus ideales. Ideales que lo llevaron a solidarizarse con la causa mapuche que reclama sus legitimas tierras, avaladas por el derecho indígena internacional, a un Estado que los excluye, los reprime y los mata. Pero también los ideales que le permitieron solidarizarse con múltiples causas en las que se combate contra la miseria y la explotación.
Santiago Maldonado no era ni más ni menos que lo que reflejan sus palabras escritas en una libreta: «Hola querida población somos el gobierno, somos tu gobierno, los que nos apoderamos de tu vida cada segundo cada minuto, cada hora, cada día, cada instante que pasa por tu reloj y por tu cabeza y te decimos cómo tenés que vivir. Somos los que premiamos a los represores, torturadores explotadores y castigamos a los que no son como queremos que sean (…) Un mundo artificial donde el valor de intercambio material es el dinero genera desigualdades, porque hay distintos tipos de clases sociales y costumbres por las cuales comienzan a aparecer sometidos/as y sometedores/as, por lo que viene al caso el poder y el dinero».