Diez personajes recorren sus traumas: hechos que los atan al pasado y los sumergen en el pozo del presente. La bestia invisible de Nayla Pose tiene algo de performance, de caja de resonancia de múltiples discursos y pieza de museo expuesta para ser vista. Los cuerpos de estos personajes atormentados vagan por el salón del Teatro El Brío y proyectan las sombras de sus temores sobre las paredes. Interesante indagación sobre todo eso que conlleva ser humano sobre la faz de esta tierra.
La bestia invisible propone un recorrido por los traumas y tormentos de diez personajes. ¿Dónde están? No se sabe muy bien: están parados en alguna línea fantasma que une lo de acá y lo de más allá. Hay alguien a quien le llegan las certezas de su vida bajo la apariencia de sueños (Emmanuelle Cardon). A otra le parece horroroso ser quien es, mira como desde el fondo de un pozo y no se le ocurre nada más (Marian Vieyra). Un chico lleva grabada en el hueco de su mano la palma de su abuelo (Julián Ponce Campos) y una chica que tiene al suyo en un cuaderno (Lucía Szlak).
Hay alguien que vio a sus abuelos huérfanos, vagando por las calles devastadas después de la guerra (Florencia Halbide). Otro dice que no sabe qué es lo que hace acá y se recuerda a sí mismo un cuento que leyó en tiempos de infancia (Nahuel Saa). Alguien descubre que a veces no somos lo que parecemos y se ve reflejada en una lagartija (Paola Lusardi). Otro asegura que era buenísimo dando las vueltas carnero en el colegio (Germán Leza), y otra dice que olvidar sin querer es como estar a punto de desaparecer (Loló Muñoz). El último es quien se atreve a confesar que no se sabe cómo terminar.
Aparece en todos los relatos la cuestión del pasado, los orígenes, la infancia (y sus traumas), el amor, la soledad, el por qué y el para qué de la vida, la incertidumbre, el vacío existencial: cada espectador se sentirá identificado en algún momento de la obra
La bestia invisible es una de esas piezas que se convierte en un verdadero laboratorio ante cada nueva función, porque habilita un amplio campo de exploración teatral. La osadía creativa es un acto que siempre debe ser reivindicado; las apuestas a lo ya probado pueden ser muy eficaces pero siempre tendrán ese gusto a la repetición. Aún así, hay cosas que salen y otras que no (pero de eso se trata justamente la experimentación).
Esta obra presenta un interesante trabajo con los textos en el plano del lenguaje y quizás esa sea su apuesta más fuerte. También evidencia un pensamiento respecto de los cuerpos en el espacio, las luces y las sombras proyectadas sobre esa sala que opera como una jaula de la que estos personajes no pueden (o no quieren) salir. Las actuaciones están bien y hay momentos de gran intensidad como la escena en la que se narra la historia de la sortija.
Aparece en todos los relatos la cuestión del pasado, los orígenes, la infancia (y sus traumas), el amor, la soledad, el por qué y el para qué de la vida, la incertidumbre, el vacío existencial: cada espectador se sentirá identificado en algún momento de la obra; eso es algo asegurado porque se tocan muchas aristas de todo aquello que supone ser humano y estar en este mundo.
Sin embargo, por momentos falta algo de dinamismo y teatralidad; el recurso de los micrófonos en mano o las lecturas demasiado extensas quizás no ayudan demasiado para que haya un trabajo más amplificado de los cuerpos en la escena, y todo el potencial escénico-dramático que contienen los materiales se reduce al plano de la palabra. De todos modos resulta interesante ver los distintos niveles en los que se lleva a cabo esa exploración a través de las historias de estos personajes.
