Todo tendría sentido si no existiera la muerte es una obra escrita y dirigida por Mariano Tenconi Blanco. Lo primero que hay que decir al respecto es que se trata de una auténtica pieza literaria: ganó el IX Premio Germán Rozenmacher (FIBA/UBA) de Nueva Dramaturgia 2015 y al año siguiente su autor se convirtió en el único argentino seleccionado para hacer la residencia del Programa Internacional de Escritura (IWP), un evento que reúne a 35 escritores de todo el mundo durante 10 semanas. La dramaturgia encarnada en los cuerpos de este elenco está destinada a convertirse en uno de los sucesos teatrales de Buenos Aires. La obra puede verse los viernes, sábados y domingos a las 20 hs. en el CCGSM (Sarmiento 1551).
Michel Foucault rastreó que hacia fines del siglo XVII y principios del siglo XVIII la historia de la humanidad experimentó un punto de quiebre a partir de los procesos de constitución y consolidación de los estados nacionales. El desplazamiento del poder desde la figura del monarca hacia esas estructuras incipientes —los estados— hizo que estas últimas comenzaran a enfocarse en la administración política de la vida. Así, mientras la premisa de los estados soberanos era “hacer morir y dejar vivir”, los estados modernos invertirán la ecuación y pasarán a la premisa de “hacer vivir y dejar morir”.
En la propuesta de Tenconi Blanco la muerte está tan presente como el sexo, y cada uno de los recursos dramáticos parecen estar orientados a naturalizar esos dos fenómenos como parte de la vida cotidiana
¿Por qué traer a Foucault para dar inicio a una crítica de teatro? ¿Por qué no? En este análisis pueden hallarse algunas claves para una lectura (de las tantas posibles) sobre la obra escrita y dirigida por Mariano Tenconi Blanco, Todo tendría sentido si no existiera la muerte. Lo que Foucault registra en ese cambio de siglo permite que un fenómeno como la muerte se desplace desde el terreno del espectáculo hacia el territorio del tabú.
Esa actitud de incomodidad ante la muerte perdura hasta hoy y entra en claro contraste con el tratamiento de todas las cuestiones ligadas al sexo, un fenómeno mucho más asociado al acto de vida y, por ello, totalmente despojado de cualquier connotación negativa. En la propuesta de Tenconi Blanco la muerte está tan presente como el sexo, y cada uno de los recursos dramáticos parecen estar orientados a naturalizar esos dos fenómenos como parte de la vida cotidiana de cada mortal.
La trama es tan sencilla como disparatada: a fines de los ochenta, María (Lorena Vega) —maestra de escuela en un pequeño pueblo situado a pocos kilómetros de Buenos Aires— recibe la peor noticia: tiene leucemia y le quedan pocos meses de vida. A partir de ese momento, la mujer intentará reencontrar el sentido de su vida y atravesar todas aquellas experiencias que siempre esquivó por miedo. Como parte de esa ruptura, decide que su última voluntad será filmar una película porno para mujeres.
El modo en que Tenconi Blanco ha logrado darle forma a esta locura experimental de 3 horas es magistral. Las interpretaciones de los actores son exquisitas y difíciles de olvidar
En ese proyecto interviene el resto de los personajes: su hermana Norita (Andrea Nussembaum), su hija Guillermina (Juana Rozas), su amiga Liliana (Maruja Bustamante), su joven yerno Pablo (Bruno Giganti) y Gino Potente (Agustín Rittano), la célebre estrella porno que convocan para concretar este sueño delirante.
El modo en que Tenconi Blanco ha logrado darle forma a esta locura experimental de 3 horas es magistral. Las interpretaciones de los actores son exquisitas y difíciles de olvidar. El primer dato a destacar es la estructura que se encontró para organizar un texto de duración tan extensa (un verdadero desafío en tiempos donde prima lo breve): a través de escenas dinámicas que se presentan como una serie de fotogramas mediados por un apagón, se desarrolla el esquema dramático con todos sus giros y sorpresas.
Pero lo más interesante de la obra es esta tensión, este juego dialéctico permanente entre sexo y muerte (vida y muerte) como dos caras de una misma moneda. El personaje de Liliana encarnado por Maruja Bustamante es el que lleva buena parte de las líneas reflexivas de la pieza, siempre con una vuelta de comicidad y remates precisos que harán estallar en carcajadas a la platea. En esos parlamentos hay definiciones tan solemnes como delirantes sobre la vida, la muerte o el sexo (esos fenómenos ineludibles en cualquier trayecto humano).
El trabajo de Lorena Vega a la hora de encontrar el tono de «maestra ciruela» y su viaje por la curva dramática en la piel de María son dignos de ser destacados: su escena a solas con la música de fondo condensa en un mismo momento la belleza estética sutil y toda la intensidad emotiva necesaria en ese punto del clímax.
La vida es lavar un vaso con un cigarrillo apagado adentro. La vida es bañar a tu papá que se cagó encima. La vida es esa rejilla que se tapó con basura, ramas, hojas; y cuando vos metés la mano y tocás mierda, barro, tierra —no sabés bien qué es— revolvés y empieza a correr el agua, ahí es cuando decís: ¡esta mierda es la vida! (Liliana interpretada por Maruja Bustamante)
Como si fuese poco, Tenconi Blanco se atreve a indagar en otras temáticas tan ásperas como el aborto, la violencia de género, el abuso, la represión sexual, la homosexualidad, las relaciones familiares, los lazos de amistad o los traumas de infancia. Se trata de una obra tan compleja como divertida: el espectador transitará por un torbellino de sensaciones que lo llevarán desde la carcajada más estrepitosa hasta la reflexión más solemne o, incluso, el llanto (de risa o de dolor).