El femicidio de Micaela García, la joven de 21 años encontrada muerta en Gualeguay, provincia de Entre Ríos, generó protestas masivas en todo el país. Miles de personas unidas, una vez más, para exigir la acción de un Estado que continúa sin asumir su responsabilidad ante la violencia de género. Sin embargo, el cuerpo hallado sin vida de Ornella Dottori, una adolescente tucumana de 16 años, revivió el horror y la indignación. En los últimos días, se habló de Carlos Rossi, el juez que otorgó la salida del asesino de Micaela, sin mencionar la cultura patriarcal que lo sustenta. ¿Qué es lo que pasa cuando el carácter machista de las instituciones continúa sin ser cuestionado? (Fotos: Gustavo Yuste)
Ornella: otra herida que se abre
La conmoción y el pedido de justicia por Micaela García no habían cesado cuando se supo de otro femicidio en Argentina: Ornella Dottori, una joven tucumana de tenía 16 años. Tal como señala Cosecha Roja, dos niños la encontraron golpeada, con señales de haber sido violada, muerta en un campo de soja en Alberdi, una localidad a 90 kilómetros de la capital tucumana. Estaba desnuda, con la ropa desgarrada y dos ladrillos en el cuello. Cerca de allí hay una estación de servicio. La vieron por última vez con un chico, hace dos días.
Ornella estaba embarazada de un mes. Guardaba el evatest con las dos rayas rosas y la ecografía que se hizo en el Hospital Alberdi y estaba contenta con su embarazo. Tenía un cuaderno donde anotaba las cosas que sentía, qué comía, cómo se estaba de ánimo, qué le decía la gente. No paraba de escribir lo feliz que estaba con su posibilidad de ser madre. La pareja era un policía. Aún no está claro si de Alberdi o de Concepción, ni si se había hecho cargo del embarazo.
Tanto los familiares de Ornella, comos sus vecinos tienen miedo. Creen que la policía estuvo involucrada en su muerte y que el camino para conseguir justicia será más que arduo
Tanto los familiares de Ornella, comos sus vecinos tienen miedo. Creen que la policía estuvo involucrada en su muerte y que el camino para conseguir justicia será más que arduo. Muchos de sus allegados creen que desde la fuerza represiva misma se encuentran los responsables de sacarle una foto a su cuerpo ultrajado, subirla a Facebook y viralizarla por las redes sociales. Se la ve muerta, desnuda, con la ropa toda rota, desgarrada. Así la vieron por última vez sus amigos, su hermana, su tía. Lamentablemente, no sería el primer caso donde una fuerza estatal está involucrada en hechos de violencia de género.
Micaela: la Justicia patriarcal en su máxima expresión
La madrugada del 2 abril, Micaela García desapareció tras salir de un boliche en Gualeguay, Entre Ríos. Seis días después, la encontraron muerta, en un descampado a dos kilómetros de la ruta 12, cerca de donde habían sido halladas sus pertenencias. Sebastián Wagner, principal sospechoso del asesinato, había confesado los datos de su paradero, luego de que la policía lo detuviera en Moreno, provincia de Buenos Aires. Los registros de varias cámaras de seguridad lo habían mostrado siguiendo a Micaela cuando se dirigía a su casa.
(Leer nota relacionada: Dijimos Ni Una Menos: Micaela y la cara más cruel de la violencia patriarcal)
Wagner había sido condenado a nueve años de prisión efectiva por dos violaciones cometidas en julio y noviembre de 2010. También fue acusado de un tercer caso, ocurrido en mayo de ese mismo año. La denuncia no avanzó: Wagner acusó a su hermano gemelo y el test de ADN necesario para llevar adelante la investigación valía 130 mil euros. El gobierno de Entre Ríos decidió que no afrontaría ese gasto. Desde el mes de enero de 2016, Wagner contaba con salidas transitorias hasta que el juez de Ejecución de Penas de Gualeguaychú, Carlos Rossi, le concedió libertad condicional, a pesar de que los informes del Servicio Penitenciario y del Equipo Técnico Crimonológico lo desaconsejaban.
Desde el momento en que los medios de comunicación, fieles a su costumbre, comenzaron a reinterpretar la vida y la muerte de Micaela, hubo una omisión que suele quedar fuera del debate y que es esencial: comprender que Rossi no fue el único factor, sino la punta del iceberg de un Estado machista y una cultura patriarcal.
La conmoción por el femicidio de Micaela llegó a las plazas de todo el país, con marchas autoconvocadas, en las que se hizo sentir la necesidad de combatir la violencia machista y de visibilizar los sentidos comunes, que continúan opacando los reclamos de igualdad como una lucha de todos. Desde el momento en que los medios de comunicación, fieles a su costumbre, comenzaron a reinterpretar la vida y la muerte de Micaela, hubo una omisión que suele quedar fuera del debate y que es esencial: comprender que Rossi no fue el único factor, sino la punta del iceberg de un Estado y una cultura patriarcal. La vida de las mujeres depende también de políticas e instituciones cruzadas por un carácter machista que no es reconocido.
Cuando la palabra no vale
El informe penitenciario evaluado decía que Wagner no reconocía “la libertad sexual de terceros”, es decir, el derecho de las mujeres a decir que no. Pero en el fallo, Rossi consideró que la opinión de los peritos eran “argumentaciones subjetivas”, pisoteando un derecho que es también puesto en discusión de forma cotidiana, cada vez que se responsabiliza a las víctimas desde todos los ámbitos de la sociedad. La mirada machista para decidir sobre los delitos sexuales – y sobre toda clase de violencia de género – atraviesa las resoluciones de los funcionarios estatales, pero también la inexistencia de políticas de prevención de violencia machista, tanto dentro como fuera del sistema carcelario.
La mirada machista para decidir sobre los delitos sexuales – y sobre toda clase de violencia de género – atraviesa las resoluciones de los funcionarios estatales, pero también la inexistencia de políticas de prevención de violencia machista, tanto dentro como fuera del sistema carcelario.
La decisión de Rossi de desoír los informes estuvo sustentada por una ideología patriarcal que es la base sobre la que se apoyan los poderes del Estado. Basta con recordar algunos casos para no olvidar que la violencia de género es también institucional y sistemática. En septiembre de 2016, Ayelén Arroyo, una joven mendocina de 19 años, denunció ser violada por su padre. El Fiscal de Instrucción no imputó ni detuvo al hombre, pero sí ordenó realizarle un peritaje piscológico a la chica. Terminó por dictar una orden de restricción que, por supuesto, no sirvió de nada el día que el padre de Ayelén entró en su casa y la mató frente a su bebé.
En diciembre de 2016, en Santa Fe, Marcos Feruglio cometió un cuádruple femicidio vinculado e intentó matar a su ex pareja, Romina Danusso, quien ya había realizado denuncias por violencia de género sin haber obtenido respuestas. Luego de los asesinatos, el fiscal de Homicidios, Jorge Nassier, afirmó que denuncias como las de Romina “no tienen una consecuencia grave y no permiten prever esa consecuencia grave pero que después la tienen”.
De acuerdo al Primer Índice de Violencia Machista, 1 de cada 4 denuncias realizada en la Comisaría de la Mujer es desestimada. ¿Cuál es el límite que marca la gravedad de un caso y que la justicia requiere para proteger efectivamente a la mujer? ¿Un hueso roto? ¿Un charco de sangre? ¿Un cuerpo envuelto en bolsas de basura?
De acuerdo al Primer Índice de Violencia Machista 1 de cada 4 denuncias realizada en la Comisaría de la Mujer es desestimada. ¿Cuál es el límite que demarca la gravedad de un caso y que la justicia requiere para proteger efectivamente a la mujer? ¿Un hueso roto? ¿Un charco de sangre? ¿Un cuerpo envuelto en bolsas de basura?
A Feliciana Bilat tampoco le creyeron. En 2010 denunció a su ex marido por abusar de su hija de 4 años. El hombre fue absuelto y Bilat fue penalmente acusada, luego de ser interrogada minuciosamente sobre su vida sexual por el tribunal que llevó adelante el caso. Según los funcionarios, su testimonio no era creíble. En Capital Federal, el 95% de los imputados por abuso sexual infantil fueron sobreseídos luego de haberse desestimado los testimonios de las víctimas y de las madres. Al menos en la mitad de los casos, las mujeres fueron acusadas por la justicia de fabular para perjudicar a sus parejas.
Una de los casos que se encuentra presente en las banderas de múltiples colectivos es el de la libertad para Analía Eva de Jesús, mejor conocida como “Higui”. Está en prisión preventiva desde octubre de 2016, por haberse defendido de diez hombres que la golpearon brutalmente e intentaron violarla por ser lesbiana. “Te vamos a empalar, tortillera”, le gritaron. Los reclamos se hicieron todavía más fuertes desde que la movilización social sentó un precedente cuando logró que, a más de mil kilómetros de distancia, una joven tucumana que la justicia había condenado por sufrir un aborto espontáneo fuera finalmente absuelta. Belén estuvo presa por más de dos años.
¿Qué tiene todo esto en común? Que para la Justicia la palabra de la mujer no vale absolutamente nada y que el aparato estatal es profundamente machista, al descalificar las denuncias y al revictimizar con sus dudas, sus prejuicios, sus condenas y su inacción.
¿Qué tiene todo esto en común? Que para la Justicia, la palabra de la mujer no vale absolutamente nada y que el aparato estatal es profundamente machista, al descalificar las denuncias y al revictimizar con sus dudas, sus prejuicios, sus condenas y su inacción. Todo esto, marcado por un sesgo clasista que lleva a arremeter con toda la fuerza, para terminar disciplinando a las mujeres por su condición de género, por alzar un poco más la voz y atreverse a hablar o, siquiera a reaccionar.
Emergencia por violencia de género
Hablar de un Estado machista implica también dar cuenta de la falta de consciencia estatal sobre la complejidad total del problema. Los discursos punitivos no ocultan la inexistencia de una emergencia pública que permita implementar políticas de prevención, en tanto herramientas para evitar la violencia antes de que ocurra. La falta de acción y compromiso reales se traduce en la poca importancia otorgada a mecanismos necesarios para desmontar la trama machista de la cultura, y las consecuentes relaciones de dominación que se ejercen sobre las mujeres.
Los discursos punitivos no ocultan la inexistencia de una emergencia de género que permita implementar políticas públicas de prevención, en tanto herramientas para evitar la violencia antes de que ocurra. La falta de acción y compromiso real se traduce en la poca importancia otorgada a mecanismos necesarios para desmontar la trama machista de la cultura y las consecuentes relaciones de dominación que se ejercen sobre las mujeres.
El Programa de Educación Sexual integral, por ejemplo, hoy se encuentra debilitado, luego de que el gobierno nacional recortara el presupuesto y, con él, la cantidad de materiales impresos para las escuelas y las capacitaciones masivas a docentes. Otra clara muestra de las prioridades fue el recorte de 67 millones de pesos al presupuesto originalmente votado para el Consejo Nacional de Mujeres y al Plan Nacional de Acción contra la violencia de género. Según la directora del Consejo, Fabiana Tuñez, se había tratado de “un error”, rectificado recién el 2 de marzo en el Boletín Oficial, en el que se publicó la reasignación correspondiente, luego de la denuncia de múltiples organizaciones.
Por el contrario, los esfuerzos parecen estar enfocados en mantener las mismas relaciones de dominación, sobre todo si, en el camino, se puede seguir estigmatizando y reprimiendo la protesta social, tal como sucedió con la razzia policial del 8 de marzo. Tras la marcha del Paro Internacional de Mujeres, en una brutal cacería, la policía de la Ciudad detuvo y golpeó arbitrariamente a alrededor de 20 mujeres. «Negra de mierda, esto te pasa por estar en una marcha», le dijeron a Laura Arnés, colaboradora de Página/12, detenida mientras que esperaba que una amiga saliera de una pizzería.
(Leer nota relacionada: Paro Internacional de Mujeres: sacar el cuerpo a las calles)
La consigna que durante los últimos días se repitió en las plazas de todo el país puso así de manifiesto una realidad que desde varios rincones es simplificada y que queda expuesta con cada nuevo femicidio, como sucedió también con Ornella. Los asesinatos son la responsabilidad de un Estado que ha naturalizado la violencia contra las mujeres sin asumir la complejidad del problema. Por el contrario, es al interior de las propias instituciones que la discriminación es reforzada, perpetuando los valores machistas y patriarcales que matan a una mujer cada 18 horas.