Enero es el mes de las premiaciones cinematográficas y el martes 24 se dieron a conocer las nominaciones para todas las categorías de los Academy Awards (los anhelados Oscars). La La Land, el musical dirigido por Damien Chazelle y protagonizado por la exitosa dupla Emma Stone//Ryan Gosling, se perfila como uno de los candidatos favoritos de la crítica. Con 14 nominaciones en 13 categorías (incluyendo la de mejor película), ha logrado igualar el récord de Titanic en 1998. Sin embargo, es sabido que las cifras no bastan para inmortalizar una obra.
La La Land sin dudas cuenta con una buena dosis de aquellos condimentos que el establishment de la crítica valora, convirtiendo un film ordinario en el candidato preferido. Pero esos elementos no son suficientes a la hora de ubicar un film en el catálogo de las obras inmortales. En primer lugar, se trata de un musical y Hollywood adora los musicales porque es el género de sus orígenes y siempre tiende hacia la autorreferencialidad. Por otra parte, la dupla Emma Stone/Ryan Gosling ha resultado ser la fórmula exitosa que catapultó la creación de Chazelle ya desde la fase de rodaje.
La historia es bien sencilla (de lo más sencilla, para ser justos): Mia (Emma Stone) es una actriz amateur que aspira -como tantas otras- a convertirse en una estrella de cine de la noche a la mañana. Con el propósito de lograr su sueño se presenta en cuanta audición surge, pero su voluntad no parece coincidir con el nivel de su talento y mucho menos con el de su suerte. La realidad es incompatible con ese mundo de ensueño: ella vive en Los Ángeles, pero comparte un apartamento con tres amigas; trabaja en los estudios cinematográficos, pero no frente a cámara sino como empleada en una cafetería; concurre asiduamente a las pruebas, pero suele ser interrumpida y expulsada con un simple «gracias por venir».
La La Land sin dudas cuenta con una buena dosis de aquellos condimentos que el establishment de la crítica valora, convirtiendo un film ordinario en el candidato preferido
Sebastian (Ryan Gosling) es un pianista de jazz frustrado que se ve obligado a tocar villancicos en un restaurante de lujo para poder sobrevivir. Pero él también tiene su ambición personal: comprar el local de un legendario club de jazz devenido emporio de samba y tapas. En pleno siglo XXI, este muchacho (¿ingenuo?) intenta restaurar el espíritu del jazz venerando a los ilustres: Miles Davis, Thelonious Monk, Charlie Parker. Pero el mundo de la música parece estar bastante lejos de esas leyendas, y sus propios colegas le dan la espalda acusándolo de nostálgico y tradicionalista.
El resto es bastante obvio: se conocen, se deslumbran, se enamoran y deciden convivir. Se ven por primera vez en plena autopista durante un embotellamiento (una metáfora sencilla del estancamiento que sufren sus propias vidas). Se ven por segunda vez en el restaurante lujoso donde Sebastian es despedido en cuanto intenta improvisar sus propias piezas de jazz (ella lo increpa para demostrar su admiración, pero él está demasiado enfadado como para prestarle atención). Se ven por tercera vez en una fiesta, donde Mia cobra venganza humillándolo frente a una pequeña audiencia cuando le pide un tema de moda (y… la tercera es la vencida). El remate: una gran escena de flirteo con buenas melodías al ritmo de tap.
La historia, pos supuesto, es narrada a través de melodías pegadizas, coreografías muy bien montadas y diálogos ingeniosos que dibujarán varias sonrisas entre el público cinéfilo
Al principio todo marcha sobre ruedas, pero poco a poco sus decisiones los sumergen en la más tediosa de las rutinas. Cada uno está ocupado en su proyecto personal y casi ni reparan en el otro; la magia se desvanece. Sebastian vende su alma jazzística a la vileza de los teclados electrónicos y los sintetizadores por un cheque con algunos ceros. Mia comienza a trabajar en su propio monólogo, pero tendrá que poner dinero de su bolsillo para presentarlo en un teatro frente a unos pocos espectadores. Ambos, a su manera, fracasan.
La pareja se ve afectada por esta serie de malas decisiones y desencuentros. Ninguno está pleno porque juntos han optado por quedarse en la zona de confort antes que tomar algunos riesgos (imperdonable pecado). Cuando al fin advierten esa insatisfacción, parece demasiado tarde para remontar la relación aunque no para cumplir sus sueños en caminos que indefectiblemente deberán bifurcarse. El célebre «destino» se encargará del resto.
La historia, pos supuesto, es narrada a través de melodías pegadizas, coreografías muy bien montadas y diálogos ingeniosos que dibujarán varias sonrisas entre el público cinéfilo, con una buena cantidad de guiños para los amantes del cine clásico. Sin embargo, si esperamos encontrarnos con una obra que esté a la altura de los grandes musicales hollywoodenses de Fred Astaire, quizás salgamos de la sala decepcionados. Los efectos visuales no bastan para suplir el carisma de aquellos bailarines y cantantes profesionales ni las recordadas melodías de Gershwin (y aquí tal vez pequemos del mismo tradicionalismo nostálgico que se le reprocha al personaje de Gosling).
El cine es un terreno fértil para soñar y fantasear (¡claro que sí!), pero también puede despertarnos del letargo
El acierto de este musical sin dudas reside en sus formas pero no en su contenido, que es de lo más trillado y está sobrecargado de clichés. Es un lindo homenaje a los clásicos, tiene sin dudas una estética imponente, Stone y Gosling cumplen correctamente con sus roles, demuestran gran química en pantalla y estilizan cada plano con sus figuras. Pero esto no alcanza, porque es imposible rastrear ese destello de originalidad que solemos encontrar en las películas que verdaderamente marcan la diferencia. Nos vemos obligados a señalar estas cuestiones porque el film de Chazelle ciertamente ha sido sobrevalorado por estos días (aunque quizás muchas de las nominaciones sean acertadas).
Esta historia ya ha sido contada una decena de veces y contribuye a alimentar el mito de la igualdad de oportunidades, aquella vetusta idea de que existe una casta de afortunados que, contra viento y marea y bajo las peores condiciones, logra concretar sus sueños a como de lugar. El cine es un terreno fértil para soñar y fantasear (¡claro que sí!), pero también puede despertarnos del letargo; y esa función parece cada vez más desdibujada en los proyectos de los grandes estudios. Aún así, se trata de un musical muy disfrutable si se tiene la precaución de eludir aspiraciones tan ambiciosas como las de Mia y Sebastian. ¿Saldrán tarareando de la sala? Definitivamente.