Extenso reportaje a la escritora Selva Almada, una de las narradoras más reconocidas dentro del ambiente literario en estos últimos años, quien sostiene que no tiene «mucha conciencia de lo que van a hacer los personajes antes de escribir». Con respecto al vínculo entre literatura y política, la autora de Chicas muertas (Random House, 2014) señala: «No me interesa la literatura como vehículo para decir yo creo esto» y agrega que no quiere ser «una especie de ‘vocera mediática’ o ‘panelista’ en un tema que merece mucho respeto y cuidado» como es la violencia de género. (Foto: Irupé Tentorio)
Sobre la autora
Selva Almada nació en Villa Elisa, Entre Ríos y actualmente vive en el barrio de Flores, en la Ciudad de Buenos Aires. Es autora de los libros Ladrilleros (novela, 2013), El viento que arrasa (novela, 2012), Una chica de provincia (cuentos, 2007), Niños (cuentos, 2005), entre otros. Sus novelas fueron traducidas al francés, el italiano, el portugués y el holandés. Además, publicó un libro de crónicas, Chicas muertas , en el que investigó tres casos de asesinatos de mujeres en la Argentina. Co-dirige el ciclo de lecturas Carne Argentina, que se desarrolla en Buenos Aires cuatro veces por año y por el que han pasado muchos de los narradores y poetas más importantes de la escena nacional. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes.
-En tus libros suele haber una relación bastante fuerte entre lo político -no en un sentido partidario, sino más vinculado a la denuncia- y la literatura. ¿Cómo manejás esa relación?
-No la pienso a priori. Cuando escribo una ficción, estoy pensando en construir ese universo donde los personajes se van a mover. Cuando pensé Ladrilleros (Mar dulce, 2013), tenía en la cabeza una historia del tipo Romeo y Julieta, pero corriéndole el eje a la historia de un chico y chica para que fuesen dos chicos. De ahí surge también narrar cómo es ser homosexual y de clase baja en el interior y cómo no es lo mismo que ser «gay» en Buenos Aires. Pero la intención es siempre contar una historia, no la denuncia. De todos modos, cuando escribo, no dejo de ser o de pensar lo que soy o pienso cuando no estoy escribiendo: escribo con todo lo que me interesa encima, no es un traje que me ponga y me saque. Por más que yo no me proponga que aparezca, en algún momento se filtra y tiñe la ficción, ya sea por adición u oposición. Ladrilleros fue un intento de hablar de la masculinidad, de las distintas relaciones de amistad, amor y familiares entre varones, y cómo viven las mujeres en relación a eso, donde aparece el machismo que las excluye, al mismo tiempo que se dan valor los unos a los otros. Son, en definitiva, cosas que a mí me interesan desde siempre, pero no es algo planificado desde el principio. No me interesa la literatura como vehículo para decir «yo creo esto».
De todos modos cuando escribo no dejo de ser o de pensar lo que soy o pienso cuando no estoy escribiendo: escribo con todo lo que me interesa encima, no es un traje que me ponga y me saque. Por más que yo no me proponga que aparezca, en algún momento se filtra y tiñe la ficción´.
-En ese sentido, siempre se te suele asociar al «documentalismo literario» y vos respondés que no. Por lo que decís, se puede pensar que la realidad se sube al tren de la ficción ya andando y no al revés.
-Doy talleres literarios hace ya bastante y cuando un alumno me dice que quiere escribir sobre un tema en particular, yo le respondo que no tiene que pensar en un tema, sino en los personajes, las relaciones, el contexto. El tema dejá que después lo vean los críticos y los periodistas. Después sí, surgen las múltiples lecturas con las que se puede coincidir o no, pero te abren la puerta a descubrir un montón de cosas de ese texto que por lo menos yo no sabía. Yo no pienso en temas. Por ejemplo, en El viento que arrasa (Mar dulce, 2012), yo no planeaba escribir sobre religión, sino sobre una relación de un padre con su hija adolescente, donde ambos se llevan mal y están obligados a convivir en un auto por muchos kilómetros porque el tipo es un predicador. El mismo trabajo de la escritura después te lleva a que aparezcan cosas nuevas y los cambios en los personajes, que llevaron a hablar más de la religión de lo que yo pensaba. No tengo mucha conciencia de lo que van a hacer los personajes antes de escribir, por eso muchas cosas se me revelan en los comentarios posteriores.
-A la hora de escribir, ¿tenés alguna rutina o mecanismo?
-No, menos últimamente que me cuesta mucho sentarme a escribir. Me pasó con Ladrilleros que me tomé mis quince días de vacaciones para poder terminar esa novela, porque ya tenía la idea rondando en la cabeza. Ahí me obligué a escribir 10 páginas por día aproximadamente, pero fue la única vez que pude cumplir con eso. Las fechas de cierre o «deadlines» suelen ayudar mucho en eso. Es raro, porque es una de las cosas que más me gusta hacer y por el otro me cuesta un montón sentarme a hacerla.
-Tiene que haber como un estado mental especial, una disponibilidad, ¿no?
-Sí, puede costar escribir, pero a la vez cuando estoy con un nuevo proyecto lo tengo siempre presente en la cabeza y estoy pensando en los personajes, las escenas, los detalles de manera constante. Me imagino que eso debe ayudarme cuando finalmente me dispongo a escribir, porque sale más rápido y cuesta menos. De todas formas, siempre aparece la historia afuera de la hoja y después me siento a escribirla.
-Hace poco, en una entrevista con Alejandra Zina hablábamos sobre cómo la literatura escrita por mujeres se suele encasillar a la «mirada femenina» o a los «libros de mujeres para mujeres». ¿Vos como te posicionás frente a ese lugar común?
-Supongo que sí hay una “literatura de mujeres hecha para mujeres”, que son más que nada tretas editoriales orientadas a un público en particular. Fuera de eso, no sé bien qué podría hacer que una literatura fuera «femenina». ¿Que los personajes fueran mujeres? No necesariamente, sino Flaubert no hubiese escrito Madame Bovary. Lo de los temas es lo mismo: las relaciones de amor, de poder, de familia, aparecen en libros escritos por varones también. Me parece que es una categoría que quedó vieja o que siempre lo fue. No creo que alguien lea pensando que es femenino porque ese libro está escrito por una mujer. Yo leo tanto a mujeres como a varones, porque los libros me interesan más allá del género de quién lo escribe. Soy feminista, pero no por eso voy a leer solo a escritoras, eso pasa por otro lado. De todas formas, también el género es político: así como ciertas ideas que tengo se cuelan en lo que escribo, el hecho de ser una mujer también podrá aparecer.
(Leer nota relacionada: Entrevista a Alejandra Zina: “La literatura, si está viva, está acompañando lo que pasa”)
–¿Creés entonces que esas distinciones ya quedaron obsoletas?
-Hay que despegarse de una vez por todas de esas categorías. Cuando salió El viento que arrasa, donde todos los personajes son varones excepto Leni y las madres (que además están ausentes), era una pregunta frecuente: ¿por qué las mujeres de tu libro abandonan a sus hijos? Yo respodía: “Y bueno, porque en el mundo también sucede eso, no es una idea alocada que se me ocurrió a mí”. A lo sumo el lugar negativo a la mujer se lo pone el lector, en el libro no hay ninguna opinión ni un juicio de valor sobre eso. No estoy diciendo «qué mal las mujeres que abandonan a sus hijos». Hay circunstancias claras en la novela de por qué ocurre esto con esos personajes, si a un lector le parece mal o bien no es asunto mío. Si vamos al caso, en la mayoría de mis textos los personajes son varones y eso qué tiene que ver. Son más prejuicios de lectura que otra cosa.
-En ese sentido, dentro del ambiente literario suele ocurrir que todavía hay un predominio de los hombres a la hora armar mesas de debate o antologías, a pesar de que en los últimos años se ha visto el surgimiento de muchas escritoras.
-Sí, es un poco como vos decís: al menos en mi generación hay muchas escritoras con libros muy buenos, muy importantes y con mucha exposición, pero así y todo es verdad que al ver la programación de la Feria del Libro hay más abundancia de narradores varones que mujeres. No dejaría de ir a un panel por eso, al contrario: iría a marcar esa diferencia: la mayoría son varones, pero aquí estoy yo. Cuando organizo ciclos como Carne Argentina, sí me interesa que haya cierta paridad. Pero cuando esa paridad, ese cupo igual para mujeres y varones, es sólo una cuestión de corrección política no adhiero; porque entonces es una cáscara, una cosa vacía… En estas cuestiones hay que estar siempre alerta, lo peor que nos puede pasar es que todo se convierta en una cuestión de corrección política. En la literatura no me interesa el género de un autor, no voy a dejar de leer a un escritor que me gusta porque sea varón ni voy a leer autoras solamente porque seamos mujeres. No son esas las alianzas de género que me interesan. Las reservo para las cuestiones urgentes y necesarias, como por ejemplo la violencia de género: ahí sí la única clave es la solidaridad entre nosotras.
Supongo que sí hay una “literatura de mujeres hecha para mujeres”, que son más que nada tretas editoriales orientadas a un público en particular. Fuera de eso, no sé bien qué podría hacer que una literatura fuera «femenina». ¿Que los personajes fueran mujeres? No necesariamente, sino Flaubert no hubiese escrito Madame Bovary.
-Justo recién hiciste referencia a la lucha contra la violencia de género. ¿Cómo se puede posicionar una autora ante este contexto? También teniendo en cuenta la pata más periodística con Chicas muertas (Random House, 2014).
-Para mí ese es un tema de militancia personal, estoy siempre preocupada e interesada por el asunto. A veces me pesa o me incomoda que ante un nuevo femicidio me llamen para escribir una notita de dos mil caracteres: llamá a alguien que sepa del tema, para mí es un asunto que merece investigación y mucho trabajo previo. Cuando me llaman de una manera irresponsable para hablar del tema siempre digo que no, y me lo han ofrecido muchas veces, porque lamentablemente a cada rato hay motivos para escribir sobre eso. Es un tema para informar y no seguir desinformando, seguir creando prejuicios que ya hay bastantes. Haber escrito un libro no me habilita a mí para hablar sobre la violencia de género, hay gente que estudia e investiga esa problemática hace años. No me interesa convertirme en una especie de “vocera mediática” o “panelista” en un tema que merece mucho respeto y cuidado.
En la literatura no me interesa el género de un autor, no voy a dejar de leer a un escritor que me gusta porque sea varón ni voy a leer autoras solamente porque seamos mujeres. No son esas las alianzas de género que me interesan. Las reservo para las cuestiones urgentes y necesarias como por ejemplo la violencia de género: ahí sí la única clave es la solidaridad entre nosotras.
-Volviendo al plano más literario, vos hiciste muchos años taller con Alberto Laiseca. ¿Qué recuerdos tenés de sus clases?
-Tenemos una relación de muchos años con Laiseca y que sigue hasta el día de hoy. De hecho, fui a sus clases hasta que las dejó de dar, no es que las haya abandonado. Fueron muchísimos años, por lo que se generó una relación muy cercana y muy entrañable. Les debo mucho a él y a los diferentes compañeros que tuve, porque de ellos pude tomar muchos consejos valiosos. Esa compañía me hace falta a veces y con algunos compañeros tratamos de juntarnos a leernos cosas y emular el taller.
–¿Qué consejos recordás que te haya dado?
-Él no era de meter mucha mano y corregir los textos, a lo sumo te marcaba algunas cosas que le parecía que no funcionaban del todo. Sí le escuché decir a lo largo de los años que para ser escritor hay que tener mucha paciencia. Yo creo que él me enseñó mucho en ese aspecto: darle tiempo a la escritura, tener paciencia para corregir, para leer, para escuchar a los demás. Una de sus máximas célebres era que cada obra tiene la extensión que tiene que tener, que uno debía escribir hasta que el texto le dijera donde terminar. Eran consejos un poco zen, a veces difíciles de desentrañar. Era un procedimiento raro que daba resultado, porque con el tiempo el texto mejoraba a pesar de que no te marcaba un verbo mal utilizado, por ejemplo. Él siempre decía: «si te quedás a escuchar al maestro, ganás». Mucha gente a la cuarta clase donde no le decía qué era lo que estaba mal no aguantaba y dejaba de ir, pero él en algún determinado momento te decía «está mal». También admiro mucho su entrega y en eso no lo podría seguir.
–¿En qué sentido?
-Él ha puesto su vida en función de la literatura y eso es un lugar de mucha soledad y mucho dolor. Ese no es un camino que yo elegiría en pos de una obra, pero sí se lo respeto mucho y me parece muy admirable.
-Ahora que estás del otro lado del mostrador y das talleres, ¿replicás alguno de sus métodos?
-Replicar a Laiseca es muy difícil, porque estaba muy vinculado a su personalidad. Siempre recalco el tener paciencia, porque a mí me ha dado mucho. Lo más importante es el trabajo, quizás lo otro llegue o no. A mí me sucedió que después de muchos años de escribir sin que me prestaran atención, hasta que un libro despertó interés y la suerte cambió, pero es algo que podría no haber sucedido nunca. Siempre hay que concentrarse en la obra y no distraerse con todo lo que está alrededor, como el ambiente literario o el reconocimiento.
-En referencia al ambiente literario, actualmente se te suele nombrar como a una de las autoras contemporáneas referentes. ¿Cómo tomás ese rol?
-Sé que se le dio un lugar a mis libros en los últimos años, pero yo soy la primera sorprendida con eso. También soy consciente de que el canon puede cambiar de manera muy rápida, por lo que prefiero no comerme el cuento de autora referente. Lo que tengo que hacer es seguir escribiendo y disfrutarlo, que es lo que me da serenidad con respecto a la exposición. Estuve mucho tiempo sin el reconocimiento: pasaron 20 años desde que comencé a escribir hasta que desperté un interés un poco mayor. Si mañana cambiara el viento y no le interesara más a nadie, creo que yo seguiría escribiendo, porque es lo que más me interesa, porque si ya venís de que no te den pelota, me imagino que volver no debe ser tan traumático.
Laiseca ha puesto su vida en función de la literatura y eso es un lugar de mucha soledad y mucho dolor. Ese no es un camino que yo elegiría en pos de una obra, pero sí se lo respeto mucho y me parece muy admirable»
-Por último, en los últimos años hubo una suerte de boom de editoriales independientes, ¿como ves ese fenómeno?
-Eso es algo buenísimo, porque no sé si muchos de nosotros hubiéramos publicado sin ese fenómeno de editoriales independientes. Aún hoy es un proceso importantísimo para la literatura argentina. Cuando yo me vine a vivir a Buenos Aires, a fines de los 90’s, había tres o cuatro editoriales grandes y nada más. Y los escritores que podían publicar eran un pequeño puñado que estaba consolidado hace muchos años. Cuando surgieron estas editoriales más pequeñas o medianas se abrieron las puertas para descubrir nuevos autores y ese es su papel más importante: apostar por libros diferentes o difíciles sin la lógica mercantil. Los grandes grupos editoriales suelen tener muy poca paciencia. La literatura argentina no hubiera tenido tanta vitalidad en estos años si no fuera por las editoriales independientes.
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