La semana pasada tres mujeres fueron asesinadas en la provincia de Mendoza. En cuestión de horas, pasaron a engrosar una estadística que aumenta progresivamente y que parece no detenerse a pesar de las marchas, las movilizaciones y los reclamos reunidos bajo la consigna de #NiUnaMenos. Desde el mes de enero, se conocieron en la provincia al menos doce femicidios, con víctimas que van desde los 8 a los 71 años.
En Argentina, una mujer es asesinada cada 30 horas. El horror que envuelve los hechos suele muchas veces perderse entre las cifras y confundirse con números abstractos, hasta convertirse en una palabra vacía que no alcanza para nombrar lo aberrante de los hechos. En la provincia de Mendoza esas estadísticas se hicieron carne: el lunes 26 de septiembre encontraron el cuerpo de Janet Zapata, con dos balazos en el cuello y el tórax; el martes 27, el de Julieta Gonzalez, brutalmente golpeado.; el miércoles 28, Ayelén Arroyo apareció asesinada a puñaladas en el baño de su casa. Las tres víctimas tenían una cosa en común: murieron por ser mujeres.
El lunes 26 de septiembre encontraron el cuerpo de Janet Zapata, con dos balazos en el cuello y el tórax. El martes 27, el de Julieta Gonzalez, brutalmente golpeado. El miércoles 28, Ayelén Arroyo apareció asesinada a puñaladas en el baño de su casa. Las tres víctimas tenían una cosa en común: murieron por ser mujeres.
Janet tenía 29 años. Su familia reportó su desaparición el 21 de septiembre y realizó una movilización para reclamar su búsqueda. Fue encontrada sin vida en el departamento mendocino de Las Heras. El cuerpo de la joven estaba cubierto con cal y semienterrado en un descampado a metros de la ruta provincial 24, en donde empresas avícolas arrojan sus residuos. Las investigaciones confirmaron que su esposo había contratado a un hombre que la asesinó de dos disparos por quince mil pesos.
Julieta desapareció el mismo día que Janet. Encontraron su cuerpo ferozmente golpeado, atado de pies y manos en Cacheuta, departamento de Maipú. Estaba en un terreno baldío utilizado para arrojar desechos de materiales de construcción, a cuarenta kilómetros al sur de la capital mendocina. Tenía 21 años y era madre de una nena de dos. Su caso continúa siendo investigado. Aún no hay ningún detenido, pero su novio, cuya identidad se desconoce, se encuentra entre los principales sospechosos.
Ayelén Arroyo tenía 19 años y vivía en el barrio Las Rosas, de Ugarteche, departamento de Luján de Cuyo. Fue asesinada a puñaladas por su padre frente a su bebé y a su hermano. La Justicia había dispuesto la expulsión del hombre del hogar a raíz de una denuncia por abuso sexual realizada por Ayelén el 14 de septiembre. La orden de restricción fue completamente inútil. El padre fue rápidamente liberado luego de un interrogatorio y los funcionarios demostraron una vez más la incapacidad de proteger a las víctimas.
La noche del miércoles 28, más de quince mil personas se reunieron en distintos puntos de la provincia de Mendoza para marchar por los femicidios de Janet, Julieta, Ayelén y de muchas otras mujeres asesinadas. Los reclamos también se centraron en el déficit de las instituciones a la hora de brindar asistencia y refugio a las víctimas de violencia de género. En un contexto de achicamiento del Estado y desmantelamiento de programas, la voz de los mendocinos puso de manifiesto una necesidad que atañe a todo el país: un plan integral que garantice a las mujeres seguridad y justicia y que, a pesar de los basamentos legales establecidos, aún no ha sido desarrollado.
Los carteles y las consignas mendocinas que se han reproducido en varias marchas anteriores llevan a preguntarse si realmente existen palabras que abarquen lo atroz de una realidad en la que las mujeres son asesinadas, enterradas entre basura, como cuerpos descartables destrozados bajo el dominio de quienes se creen superiores por su sexo. Como si las identidades puedieran borrarse así de fácil, entre el plástico y la tierra de un descampado.
Los carteles y las consignas mendocinas que se han reproducido en varias marchas anteriores llevan a preguntarse si realmente existen palabras que abarquen lo atroz de una realidad en la que las mujeres son asesinadas, enterradas entre basura, como cuerpos descartables destrozados bajo el dominio de quienes se creen superiores por su sexo. Como si las identidades puedieran borrarse así de fácil, entre el plástico y la tierra de un descampado.
A pesar de que no siempre figuren en la escena mediática, los femicidios son parte de una cadena que se reproduce todos los días, aunque no existan suficientes palabras para nombrarlos, para etiquetar la tortura atada, en el fondo, a un discurso patriarcal y cotidiano.