La semana pasada, un alumno de 15 años del Centro Agrotécnico Regional (CAR) de Venado Tuerto, un colegio al que muchos ubican como referente educativo de la región, se suicidó con un arma de fuego que, según los informes de la fiscalía, él mismo ingresó a la institución. El principal motivo que se adjudica al suicidio de Marcelino Perkins fue el constante bullying que sufría por parte de sus compañeros por ser homosexual. ¿Qué situación es la que induce a un joven de 15 años a tomar la decisión de quitarse la vida? ¿Existen culpables? ¿Qué pasa con una educación para la intolerancia? Y la institución, ¿qué rol juega en este crimen? Teniendo en cuenta estas preguntas: ¿Marcelino Perkins se suicidó, o “lo suicidaron”?
Venado Tuerto es una ciudad con una tradición agropecuaria ligada a la más conservadora ideología del progreso, con la disciplina y los discursos que dicha ideología, propia del modernismo, implica: el imperio de la técnica, la hiper-racionalización y su contracara, la deshumanización, la carrera hacia el exitismo, la imposición de una “familia tipo”, el machismo como modo de construir las relaciones sociales. Es, en última instancia, un discurso binario que se autoriza, casi dictatorialmente, a establecer una listado jerárquico y distintivo entre aquello que es normal y lo que no, lo que es bueno y lo que no, lo que es moral y lo que no.
Todo lo que no entra en ese discurso, queda dentro de lo “otro”. Lo otro incierto, desconocido, a lo que a veces se admira, como a objeto de contemplación y espectacularización, y a lo que otras veces se teme, se reprime y se mata. Y como todo discurso efectivo, se mete en la médula del lenguaje, y pronto se hace carne. El discurso, entonces, mata. El discurso se vuelve asesino.
Y el CAR, ¿qué rol juega?
Esto nos devuelve a la discusión sobre la responsabilidad de las instituciones educativas. No pedimos a las escuelas que reemplacen el rol de la familia, pero hay que tener en cuenta que, hasta hoy, han sido y siguen siendo las formadoras de valores cívicos y morales, y el lugar donde estos chicos pasan la mayor parte de su tiempo (hablamos de un colegio de largas jornadas, donde los estudiantes realizan, incluso, guardias durante los fines de semana para cuidar los animales).
Tampoco olvidemos que, en este caso, hablamos de una muerte en un colegio que permitió, según lo indica la fiscal Paula Borrello, que un chico de 15 años ingresara con un arma y se quitara la vida con ella. Una institución que no supo resguardar a un adolescente, fuera cual fuera su angustia, ni darle el lugar para que pudiera expresarla. La muerte ya ha acontecido.
Ante lo sucedido, el colegio no realizó ningún otro comentario más que una cita de Jorge Luis Borges publicada en sus redes sociales: “Cada persona que pasa por nuestra vida es única. Siempre deja un poco de sí y se lleva un poco de nosotros. Habrá los que se llevarán mucho, pero no habrá de los que no nos dejarán nada…”. A este despersonalizado mensaje, se agregó un cierre que funcionó como una especie de redención divina: “El CAR hoy está de duelo, pero guarda la esperanza de la paz de Dios”.
Una redención cristiana en nombre de Dios, y después, el absoluto silencio. Un Dios que hace tiempo ha muerto, junto a otros conceptos retrógrados. Un mensaje bíblico que ya quedó obsoleto. Un mensaje que no da respuestas, que se lava las manos en nombre de un concepto elaborado por una una cultura asesina.
Una redención cristiana en nombre de Dios, y después, el absoluto silencio. Un Dios que hace tiempo ha muerto, junto a otros conceptos retrógrados. Un mensaje bíblico que ya quedó obsoleto. Un mensaje que no da respuestas, que se lava las manos en nombre de un concepto elaborado por una una cultura asesina.
«¿Existen culpables?» Nos preguntábamos al principio. Sí existen, ¿por qué no están presos?
Retomemos el debate y hablemos, ahora, de nuestra responsabilidad social, de la que cada uno de nosotros tenemos como ciudadanos, y empecemos a hacernos cargo.
Culpables son todos los que callan ante estas situaciones. Culpables son los que, con su silencio cómplice, encubren otro asesinato cultural. Culpables son los que no cuestionan una educación que no hace caso a los derechos humanos adquiridos.
Culpables son todos los que callan ante estas situaciones. Culpables son los que, con su silencio cómplice, encubren otro asesinato cultural. Culpables son los que no cuestionan una educación que no hace caso a los derechos humanos adquiridos, a la Ley de Matrimonio Igualitario o a la Ley de Identidad de Género; una educación que ignora a la diversidad, que la silencia, que la acalla hasta que “la suicida”.
El santo peso del patriarcado, con su discurso heteronormativo, sigue poniéndonos de rodillas. Pero no queremos estar más de rodillas. Queremos estar parados y luchar.