Más allá de la mítica avenida Corrientes, existen otros horizontes teatrales. Una excelente opción para cualquier fin de semana es acercarse al Teatro Timbre 4 (México 3554) y disfrutar de El Bululú: obra adaptada, escrita y protagonizada por Osqui Guzmán, y dirigida por Leticia González de Lellis. Se trata de una pieza bella en su complejidad, repleta de fusiones (y «con-fusiones»), que mixtura lo elevado de los versos del Siglo de Oro español con el tono propio de los universos populares en los que este mágico personaje —el bululú— solía deambular. Es en esa fusión donde se juega la gran propuesta de esta pieza y donde se alojan todas sus claves de lectura. La Primera Piedra tuvo la posibilidad de charlar con Osqui Guzmán para adentrarnos más en ese misterioso mundo.
En la piel del crítico y el universo de lo popular
—Si tendrías que ponerte por un minuto en la piel del “crítico” y hacer una evaluación de El Bululú, o contarle al espectador por qué tendría que ir a ver esta obra, ¿qué le dirías?, ¿cuál sería tu argumento?
—Hay un argumento que yo, si fuese crítico, pondría en relieve, y de alguna manera es el mismo que me motiva a mí a hacer esta obra: yo les diría que tienen que verla porque es única. Más allá de sus características —para algunos podrán ser más o menos formidables—, creo que el que va a ver El Bululú puede percibir que hay algo único, y en el teatro eso es muy valioso. Se trata de algo distinto por lo que te deja, y no por lo que en sí mismo hace; y es único porque el espectador también se siente único.
—¿Cómo percibís la reacción del público en las funciones?
—Es avasallante, y muchos no pueden creer que haga dos funciones de esta obra. La ovación final es como un “volver a empezar”, porque en algún punto nos recuerda que el teatro siempre fue así, que el artista siempre quiere que el público esté ahí, con toda su fuerza, con toda su furia y con toda su alegría, festejando el teatro, pasándole por encima. Porque artistas exigentes hacen un público exigente, y viceversa. Entonces El Bululú se para ahí solito todas las noches, a levantar la vara lo más que pueda. Y además es teatro popular. Muchas veces lo popular es bastardeado por creer que atrae muchedumbres, por estar vinculado a lo masivo…
Hay un argumento que yo, si fuese crítico, pondría en relieve, y de alguna manera es el mismo que me motiva a mí a hacer esta obra: yo les diría que tienen que verla porque es única.
—De hecho el mismo bululú es un personaje popular.
—Exacto. El bululú es un personaje popular que presenta conflictos populares, de pueblo, que son eternos. Por eso se hicieron en el Siglo de Oro Español y se hacen hoy, acá en Buenos Aires, y siguen teniendo repercusión. Esos conflictos son los que nos acompañan desde el principio de los tiempos. No tienen autor, están con nosotros, los descubrimos en algún momento y nos sentimos completamente identificados con ellos; son conflictos originarios de nuestra formación como individuos y como sociedad. Y lo que los rodea es la lengua preciosa en la que están nombrados y explayados.
—Cuando uno te ve en la obra, vemos algo tan sencillo como un cuerpo debajo de una luz, y eso de alguna manera nos remonta a los inicios del teatro. Así empezó todo, ¿no?
—Y se sabe que del origen siempre se huye. Es como huir de la verdad. Incomoda. La verdad siempre se cubre con perspectivas que están vinculadas a intereses personales, entonces uno empieza a llamar verdad a lo que le interesa que sea así. De pronto, la verdad comienza a ser actuar naturalmente porque me interesa estar dentro de cierta corriente realista-naturalista, o se pone de moda la poética del actor y entonces empezamos a actuar raro… Pero de aquello que es esencial, primero, que nace del deseo primitivo, del inicio del fuego… siempre se huye, porque no conviene. Y cuando por fin se presenta, hay algo de irrefutable en su manifestación. Es como la anarquía. ¿Por qué se huye de la anarquía? En el fondo todos somos anarquistas ¿no?, pero buscamos límites. Entonces nos definimos de otras maneras: soy peronista, soy radical, soy del PRO. Buscamos definiciones que nos ayuden a mantenernos vivos, relativamente saludables y con algún tipo de bienestar en esta vida, que nos regala todo el confort posible siempre y cuando hagamos esto.
¿Por qué se huye de la anarquía? En el fondo todos somos anarquistas ¿no?, pero buscamos límites. Entonces nos definimos de otras maneras: soy peronista, soy radical, soy del PRO. Buscamos definiciones que nos ayuden a mantenernos vivos, relativamente saludables y con algún tipo de bienestar en esta vida, que nos regala todo el confort posible siempre y cuando hagamos esto.
Arte y política
—El Siglo de Oro surge en un contexto de extrema pobreza, ¿qué relación creés que hay entre esos dos mundos: el arte y la política, el arte y la sociedad?
—El arte y la política son dos esferas distintas. El arte es un estado primario, y la política es un estado corrupto. La política utiliza al arte en su propio beneficio. El arte en sí es ruptura, por lo tanto no tiene política.
—En este sentido, ¿cómo recordás tu experiencia en la obra El Pelele, en plena crisis de 2001?
—Nosotros habíamos estrenado El Pelele en septiembre del 2001. Hicimos 2 o 3 meses, y justo ese año yo me casé y me fui de luna de miel a Brasil. Estando allá, se cayó el país. Yo vi los cinco presidentes desde el lobby de un hotel brasileño; todos me miraban y se reían. Entonces empecé a preguntarme: “¿Qué hago?”. Volví de Brasil el 6 de enero, reestrenamos El Pelele en el Teatro Picadilly y el país ya era otro. Antes de diciembre, la obra terminaba con una murguita escrita por Enrique Pinti que decía: «El pueblo va a mandar, uy Dios qué gran bolonqui que se les puede armar». En septiembre la gente se reía y aplaudía, ¡que viva la fiesta!, total acá el pueblo nunca va a mandar. Después de diciembre, la gente se levantaba de las butacas y lloraba; vi adolescentes, chiquitos, llorar en primera fila, cantando la murga y aplaudiendo. Me acuerdo que yo interpretaba a un tano anarquista que decía: «La justicia no se compra ni se vende, se cumple», y en una función una viejita gritó: “¡Grande, tano!”. Esa obra también era teatro popular, para el pueblo.
El arte y la política son dos esferas distintas. El arte es un estado primario, y la política es un estado corrupto. La política utiliza al arte en su propio beneficio. El arte en sí es ruptura, por lo tanto no tiene política.
—También estás participando en el ciclo Teatro x la Identidad, ¿cómo te involucraste en ese proyecto?
—Estuve en la primera obra que se hizo, A propósito de la duda, dirigida por Daniel Fanego. Ahí eran unos 25 actores en escena y participaba Estaban Prol; después él se tuvo que ir, así que me llamaron a mí para cubrir su monólogo. Desde ahí no me pude despegar nunca más de Teatro x la Identidad. Me acuerdo que me llamaron para que viera la obra y decidiera si quería participar de la movida o no, y cuando terminó empecé a llorar desconsoladamente.
—¿Qué es lo que pasa ahí?
—Pasa que hay una herida abierta, tan profunda, tan insondable… No sé si algún día se cierre. Siento que los gobiernos que van pasando la van abriendo más, ya sea por sanación o por objeción: la herida se va abriendo y a medida que se abre va desnudando cada vez más lo que nos pasa con ella. Y está buenísimo que eso pase.
—Es un ejercicio un poco catártico, porque el público pasa rápidamente de la carcajada al llanto en esas funciones.
—Si, totalmente. Y no creo que eso se cierre nunca, porque nos vamos dando cuenta de lo que nos pasó y entendemos que no puede pasarnos nunca más. Por eso es preciso estar alerta.
—Y ahí está de nuevo la incomodidad del teatro. Teatro Abierto fue otro de los casos más paradigmáticos en el país.
—Exacto. Ese es la clase de teatro que nadie quiere escuchar, el teatro que nadie quiere ver.
La vocación y la trama biográfica
—¿Qué lugar ocupó en tu formación académica, profesional y humana el Conservatorio de Arte Dramático del cual provenís?
—En realidad yo quería ser profesor de kung-fu. Iba a hacer medicina para ser traumatólogo, y eso de alguna manera se podía relacionar con las artes marciales. La cuestión era que yo quería darles un título a mis viejos, que con tanto esfuerzo me habían hecho estudiar. Dos meses antes de terminar el colegio, un amigo me dice que la novia se había anotado en el Conservatorio de Arte Dramático. Le pregunté qué era eso y me dijo que era como una facultad de actores; me contó las materias que había y me dijo que había una que se llamaba Acrobacia, violencia en escena y esgrima. Ahí se me despertó la curiosidad, fui a ver si realmente existía esta convocatoria y efectivamente era así. Una señora en la secretaría sacó una hoja y me dijo que me anotara rápido porque se tenía que ir, y así fue como me inscribí: sin saber cómo, ni por qué, ni para qué. El conservatorio me dio una formación integral, y eso te despliega el abanico de herramientas necesarias para entrar al mundo del teatro, más allá de que sigas la carrera de actor o no. Muchos compañeros empiezan esa carrera, se reciben con el título de actor y después terminan haciendo maquillaje, o dirigiendo, o escribiendo, o haciendo una peli. Eso es lo maravilloso del teatro.
El conservatorio me dio una formación integral, y eso te despliega el abanico de herramientas necesarias para entrar al mundo del teatro, más allá de que sigas la carrera de actor o no. Muchos compañeros empiezan esa carrera, se reciben con el título de actor y después terminan haciendo maquillaje, o dirigiendo, o escribiendo, o haciendo una peli. Eso es lo maravilloso del teatro.
—Con respecto a la trama biográfica que aparece en la obra, ¿cómo fue la experiencia de contarles a tus padres que querías ser actor y qué consecuencias trajo en tu vida?
—Cuando les dije a mis viejos que me había anotado en el conservatorio, se enojaron mucho. Mi mamá se enojó menos que mi viejo, pero él dejó de hablarme durante tres años. Vivíamos en un cuartito de cuatro por cuatro: estaba la máquina de mi viejo, la máquina de mi mamá, las camas, el sofá y la mesa donde se comía. Y en ese ambiente, él no me hablaba; le decía a mi mamá “decile a tu hijo que…”. Triangulaban. Esa fue la primera comedia que viví en mi vida. Mi padre se ofendió mucho, se enojó y no me habló más, ni siquiera me dijo muy bien por qué; yo tenía que entender. Después empecé primer año en el conservatorio, me conseguí un trabajo en un supermercado y con eso solventaba mis gastos. Hasta que me echaron. Tiempo después, vi un cartelito en un bar cerca de mi casa, donde llamaban a audición para un elenco de teatro callejero en La Ribera. Recién estaba por salir, y Catalina todavía no estaba creada en ese momento. Se hacían funciones con los vecinos en la Plaza Malvinas. Entonces hice la audición a la semana siguiente de haber sido despedido, y quedé. Al mes ya me había incorporado a los desfiles, y un poco después empecé con las actuaciones. Estuve tres años ahí y fue una gran escuela. Me acuerdo que mi director me decía: “Acá estás aprendiendo cosas que no te van a enseñar en ningún otro lugar: eso es el oficio”. Al principio no me iba muy bien en el conservatorio porque no entendía nada; pero en el teatro callejero me iba bárbaro, los vecinos me aplaudían, me reconocían en la calle, me saludaban en el barrio.
Buenos Aires, vivir para el teatro y la con-fusión
—¿Cómo ves a la ciudad de Buenos Aires y a la Argentina para vivir del teatro?
—En esta ciudad ya ni siquiera se trata de vivir del teatro, sino de vivir para el teatro, porque en cuanto empezás a hacer teatro se despiertan muchas otras cosas. Empezás a conocer gente muy interesante, querés seguir ese camino, sentís la necesidad de buscar nuevos lenguajes, te sentís bloqueado entonces hacés un curso y empezás a vivir para y no por. Rápidamente te das cuenta de que hace falta más, entonces conocés más gente y armás nuevos grupos, y establecés nuevos lazos. Se trata de derrumbar lo que venías pensando y empezar de nuevo.
En esta ciudad ya ni siquiera se trata de vivir del teatro, sino de vivir para el teatro, porque en cuanto empezás a hacer teatro se despiertan muchas otras cosas.
—La contracultura siempre está ahí, latente, ¿no?
—Acá siempre. Por eso me gusta hablar de cierto estigma de rebeldía que tenemos todos los actores rioplatenses; constantemente estamos a la espera de encontrar algo diferente.
—¿Cómo reunís elementos tan diversos en una pieza como El Bululú? Porque ahí está muy presente la idea de confusión. ¿Cómo surge el choque entre lo carnavalesco, la cultura boliviana de tus padres, la cultura argentina propia y la cultura española representada en los versos de Vilches?
—Cuando yo empecé a hacer teatro callejero, mi profesora me dijo: “Escuchate esto que es mejor que cualquier clase de teatro”, y me regaló el cassette con los versos grabados de El Bululú, de Vilches. Ahí conozco todo este material del Siglo de Oro hecho por él, y me produce tal fascinación que no puedo parar de escucharlo. Entro de día en un cuartito de chapa y madera que había en la terraza de mi casa, y salgo de noche porque lo rebobinaba y volvía a escucharlo una y otra vez. Cuando me daba cuenta se había ido el sol, y yo me había aprendido todos los versos de memoria. Más tarde, a 20 años de su muerte, me lamentaba porque no había ningún lugar donde pudiera hacer estos textos que me sabía de memoria, como un homenaje a este tipo que para mí había sido tan importante, porque empecé a hacer estos textos en el conservatorio y gracias a eso me gané un lugar. Lo que pasa hoy con El Bululú, ya pasaba en el conservatorio con mis compañeros. Era la misma ovación, y era fantástico lo que producía el material. Más tarde lo presenté en el Teatro Cervantes, me aceptaron el proyecto y empecé a escribir. Pero no sabía muy bien por dónde ir hasta que Leticia, mi mujer, me hizo recordar mi propia experiencia escuchando los versos de Vilches mientras cosía a máquina en casa. Al principio yo le decía: “¿Y eso qué tiene que ver, Leti?” Pero después de alguna insistencia, me pareció que ahí estaba la historia y que eso podía andar.
—¿Y cómo continuó ese proyecto para llegar a lo que es hoy?
—Bueno, la versión que hicimos la escribimos durante los ensayos y se la mostramos a [Mauricio] Kartún. Él nos hizo una devolución excelente y lo que rescató del texto fue justamente esa idea de confusión: por confusión me había inscripto en el conservatorio, y el texto habla del Siglo de Oro español, que es el mismo oro que se llevaron de Bolivia. Entonces evidentemente ahí hay una fusión que además deviene en una confusión.
Para mí el actor se define como actor en cuanto a la acción, en cuanto a lo que hace. Y lo que hace es contundente y reafirma su acción en función de que sea claro.
—El encuentro del colonizador y el colonizado.
—Claro, pero ellos se fusionan y “con-fusión” existen.
—Y toda la obra es un poco esa con-fusión.
—Exacto. Y esa confusión que tuve por la que me anoté en el conservatorio creyendo que iba a servirme para hacer kung-fu, me hizo de alguna manera descubrir el actor que soy. Este camino no habría existido de haber seguido otros lineamientos.
Teatro y comunicación
—¿Qué valor creés que tiene el teatro si lo miramos desde su poder comunicativo? ¿Qué pensás que le aporta el actor al fenómeno comunicacional?
—Creo que eso es muy importante; yo insisto mucho con esto en mis clases. Para mí el actor se define como actor en cuanto a la acción, en cuanto a lo que hace. Y lo que hace es contundente y reafirma su acción en función de que sea claro. Uno de los requisitos de la comunicación es que sea clara, porque en el teatro comunicamos ideas, y nada más intangible que una idea; sin embargo, nada más poderoso. Entonces la acción en función de la comunicación de una idea, me parece que tiene que ser un acto claro y al mismo tiempo un acto rebelde. Cuando no se tiene mucha idea de lo que se está diciendo, ahí la actuación se vuelve rara.
—Y también por eso El Bululú es único, porque te plantea una idea y te permite seguir pensando en algo nuevo a partir de esas mezclas.
—Sí, y El Bululú es una mezcla también; ya no es el bululú español, sino el bululú argentino, que es una mezcla como todos nosotros. En mi caso particular confluyen mi nacionalidad argentina con la cultura andina de mis padres y con la cultura española que por herencia arrastra este espectáculo, incluso el término mismo: bululú.
—Con respecto a tus experiencias en la murga y en el mundo de la improvisación, ¿cómo reunís todos esos elementos a la hora de ponerlos en escena? ¿Qué tomás de cada uno?
—Hay como restos de casería que me dejan esos trabajos. Cuando salís a la murga o cuando salís a la impro, salís a cazar y hay una sensación de salvajismo importante. En la murga porque en sí misma es un acto salvaje: los cuerpos se mueven al ritmo del baile y parece que se van a quebrar. Uno emula y se sumerge en una especie de ritual, en un ritual negro además, porque los murgueros bailaban así, imitando a los negros. Y el desafío era salir a bailar vestidos como gente rica, pero bailando como negros. De esa manera se definía la murga porteña, diciendo: “Sí, señores, acá todos nos vestimos como ricos, ¡pero ojo!, que también somos todos negros, ¿eh?”.
—Por eso la murga y el carnaval estuvieron prohibidos durante mucho tiempo en nuestro país.
—Durante mucho tiempo. Y además hubo muchos murgueros desaparecidos, porque la crítica de la murga era letal, en sus letras. En ese sentido, la improvisación también es un acto de salvajismo porque salís solo, con nada, a la caza. Con una idea chiquitita basta, y después empezás a tirar del hilo con pasión, porque si no el espectador no entra. Si te ve pensante, si te descubre los hilos cuando improvisás, es letal y te puede escupir en la cara. Cuando un actor sube al escenario a improvisar, le está diciendo al público: “Usted hoy va a trabajar, señor; usted va a hacer la obra conmigo”. Por eso el público se siente ofendido y hasta agraviado si ya sabe lo que el improvisador va a hacer en escena. El público siempre va más rápido. Cuando el actor se deja llevar por la conexión mutua, ahí el público no sabe lo que va a hacer y se sorprende. Ese tipo de conexión es la que nos hace entender finalmente a los actores que el hecho teatral es una creación mutua entre público y artista. El teatro siempre es improvisación, porque tiene ese componente de casería que atraviesa al actor en el escenario, bajo la idea de que está siendo perseguido por el público.
—En ese sentido, el acto teatral mismo tiene esa impronta de lo único. Suele decirse que ninguna función es igual a otra, y aún con millones de adelantos tecnológicos seguimos necesitando de una expresión tan primitiva como el teatro.
—Como concepto diría que hasta resulta trillado. Yo escuché esto muchísimas veces, pero siempre que lo escucho es como si fuera por primera vez, porque me despierta algo del sentido. Estamos hablando de jugarnos la vida. Estamos hablando de eso, porque si no ¿por qué hablaríamos de un hecho que se da por única vez? Si te gusta una persona y te dice: “Nos vemos, pero una sola vez”, ¿acaso no lo darías todo? Eso hace el actor en cada función. Hay algo ahí que nace del mutuo compromiso del encuentro apasionado, que sólo se da por hoy y por un ratito nomás, ni siquiera el tiempo de un telo (risas). Entonces, ¡démoslo todo! El público siempre lo da todo desde la oscuridad.
El poder se resiste al teatro, a la intimidad, a las ideas que el teatro derrama sobre el espectador, a la comunión de pensamientos
Kung-fu-sión y el arte de resistir
—Hablaste en alguna oportunidad del kung-fu como “el arte de resistir”, ¿qué hay de eso en la actuación?
—Bueno, casi todo (risas). El poder se resiste al teatro, a la intimidad, a las ideas que el teatro derrama sobre el espectador, a la comunión de pensamientos. Y cuando hablo de poder me refiero a los grupos de poder que controlan y denigran el mundo, incluso favoreciendo la producción del teatro que a ellos les conviene. El teatro siempre será resistido, y por eso mismo se transforma en un ejercicio de resistencia. Y el kung-fu también; es una práctica física, espiritual, que te enseña a resistir pero desde otro lugar. El cuerpo es el que debe resistir: será golpeado y va a caer, pero no se trata de evitar la caída, sino de caer y volver a levantarse, de encontrar la fluidez del combate y apropiarse del ritmo de la pelea. Al encontrar esto, también encontrás la historia del combate, la corriente que lo mueve y que lo promueve, encontrás las maneras de evitarlo, y la paz. Los grandes luchadores, antes de pelear, conversan. Ellos piensan: “¿por qué podría yo vencer a esta persona con los puños, si no puedo vencerla con las palabras?”. Entonces hablan, y si uno venció al otro con las palabras, se retiran. Pero si quien se siente vencido y humillado por las palabras del otro, aún cree que debe pelear, antes saluda a su rival y le dice: “¡Enséñeme!”. El teatro y el actor hacen lo mismo con el público. El actor se presta a una especie de combate del pensamiento, de las ideas. Puede ser que se trate de una comedia y esa noche el público no se ría, entonces el actor debe decirle a esos espectadores: “¡Enséñenme!”. Porque el hecho de subirte a un escenario no te hace artista; lo que te hace artista es la conexión con el público.
La comunión de la risa y la síntesis en busca de la poesía
—¿Cuál es el mayor desafío para el actor: hacer llorar o hacer reír? ¿Qué es más fácil?
—Lo primero que hay que erradicar es la dicotomía fácil/difícil, porque la verdad es que no hay nada fácil ni completamente difícil en la actuación; lo que hay son lugares más sencillos o más problemáticos para trabajar, y actores que se comunican mejor de un lado que del otro.
—¿Y cuál es tu caso particular?
—El mío es el de la comedia, claramente, porque es el lugar desde el que uno se planta de manera más genuina. En el escenario soy una persona completamente libre, en mi pensamiento y en mis conductas. Cuando la gente se ríe, se emociona; la risa es una emoción inteligente y compleja, que puede resultar tan poderosa como el llanto.
—Muchas veces se la banaliza porque se la piensa en términos de evasión.
—La banaliza el poder, los que quieren tener la manija o los que ya la tienen. La risa subleva, apunta a la inteligencia del espectador. Nada más peligroso que la risa, que hacer reír con la moral y las costumbres.
—Y cuando el espectador se siente identificado con esas costumbres, la risa surge casi de manera involuntaria.
—Eso es porque el pensamiento asume la idea de que “soy yo”, “me está hablando a mí”. Es alguien que se distingue por un pensamiento personal. Eso es raro. Y cuando hay toda una masa de público que se distingue y ríe, es más raro y más poderoso todavía. Por supuesto que hay risas que devienen del contagio, de los nervios, de la bronca, de la ironía, de lo pueril o de lo chabacano; pero eso no le resta nada al maravilloso suceso de la risa, sino que la amplía. Nadie llora por un gag, sin embargo hay quienes se ríen de dolor o porque alguien se cae. El drama es unívoco, es unilateral, de pensamiento único y totalitario: “Esto es para llorar. Lloren. Ahora”.
Nada más peligroso que la risa. El drama es unívoco, es unilateral, de pensamiento único y totalitario
—La risa es poderosa por su conexión, ¿no?
—La risa conecta con el pensamiento, y cuando encontrás que alguien se ríe con vos es porque pensamos lo mismo. Ese pensamiento común genera una especie de comunión. Insisto con el pensamiento porque yo me estoy moviendo en el escenario, pero el público está sentado, quieto; no estamos jugando al fútbol ni estamos boxeando, no es un ejercicio en el que nos movemos los dos. Entonces, ¿qué es lo único que se mueve entre el actor y el espectador?: el pensamiento. Cuando una obra fracasa, muchas veces es porque el actor no está pensando, pero el público sí. Lo más maravilloso que puede pasar es ver a un actor que piensa sobre el escenario.
Todo mi trabajo apunta un poco a eso, a la síntesis: al gesto y la palabra que interactúan de alguna manera trabajados como un haiku: lo justo y apretado. En El Bululú hay mucho, pero no hay nada de más.
—Y cuando un actor se pone en piloto automático, el público rápidamente lo advierte.
—Sí, incluso cuando un actor trabaja desde el lugar más concreto de su oficio, sabrá hacer el gesto preciso en el momento preciso para que el público se desmaye; quizás a él no le pase nada, pero trabaja con su oficio de tal manera que todo su pensamiento y el desarrollo de toda su vida están en ese gesto, y eso es conmovedor. Es como leer un haiku: son tres líneas, pero son conmovedoras. Por ahí no tardaste mucho en hacerlo, por ahí tardaste años; no importa. Pero el impacto es sublevante, casi una revelación. Todo mi trabajo apunta un poco a eso, a la síntesis: al gesto y la palabra que interactúan de alguna manera trabajados como un haiku: lo justo y apretado. En El Bululú hay mucho, pero no hay nada de más.
—En la obra hay muchos elementos de condensación, ¿no? Del pulido de los movimientos.
—Hay algo de la síntesis que te ayuda a encontrar lo poético. En la búsqueda de esa síntesis encontrás la poesía. Y hay mucho de pensar y jugar al mismo tiempo. Jugar pensando, pensar jugando y jugar con las ideas.
FICHA TÉCNICA
Autoría: Leticia Gonzalez De Lellis, Osqui Guzmán
Adaptación: Osqui Guzmán
Actúan: Osqui Guzmán
Escenografía: Graciela Galán
Diseño de vestuario: Gabriela A. Fernández
Diseño de luces: Graciela Galán
Música: Javier Lopez Del Carril
Entrenamiento musical: Javier Lopez Del Carril
Asistencia de escenografía: Mariela Solari
Asistencia de dirección: Leticia Gonzalez De Lellis
Coreografía: Pablo Rotemberg
Entradas: $200
Funciones: Viernes 20.30 y 22 hs
Teatro Timbre 4 (México 3554)