Sólo pensaba en que dure unos días, o al menos unas horas, de última que se caiga cuando él no esté. Últimamente le importaban muy poco o más bien nada las cosas, vivía por la mera inercia de vivir, era un automatismo vacío, sobre el cual tampoco le importaba detenerse a pensar. El calor era insoportable y la silla no era lo suficientemente alta como para trabajar con comodidad. La casa era una de esas casas viejas de Alberdi, cerca del cementerio, con los techos bien altos y en la oficina se había quemado la lamparita que colgaba, cubierta por esa pesada y molesta bola de vidrio. No paraba de transpirar, ni tampoco paraba ese molesto temblor que hace ya varios años formaba parte de él, aunque a veces quisiera esconderlo hasta de sí mismo. Había logrado cambiar la lámpara, pero no podía atornillar bien la bola.
Finalmente desistió y decidió esperar unas horas para pedir ayuda a su socio y amigo, que resultó más inútil que él: si bien el arreglo duró unos días, la bola no estaba bien ajustada y se desprendió justo en el momento en que una clienta estaba sentada exactamente debajo, consultándole acerca de la liquidación del sueldo de un empleado. Salvo alguna pequeña empresa para la que hacía trabajos esporádicos, ya casi no le quedaban clientes, excepto algún vecino que necesitaba sacarse alguna duda puntual o que le haga algún trámite en la Afip. Vivía con lo justo y necesario, pero sin quejarse; comida, vino y cigarrillos no le faltaban.
Con el tiempo, el episodio se convirtió en una anécdota graciosa. La bola cayó de lleno sobre la cabeza de la vieja y ni siquiera se rompió, como para amortiguar el golpe, cayó de lleno y la mujer empezó a gritar como loca. Julio era bueno contando anécdotas, sobre todo en esa época, en la que no era tan lento al hablar y más cómico era cuando contaba que su primera reacción fue correr a abrir la puerta y ponerse a la vista para que los vecinos que escuchaban los gritos vieran que no le estaba pegando ni nada parecido. Al final la señora no le hizo juicio ni nada, él se encargó de los gastos médicos y todo anduvo bien.
Años después, lo encontraron tirado en el piso, se notaba que había estado así varias horas. Antes del hospital lo llevaron a la cama. La casa estaba igual que siempre, con ese inconfundible vaho de Imparciales y vino blanco barato. Siguió inconsciente. Yo no quise verlo así. Pero me quedé en la oficina mirando la bola y recordando anécdotas.