Los números son claros: 4.321 son los pibes asesinados por el aparato represivo del estado argentino desde la vuelta de la democracia en 1983 hasta el día de hoy. Todos tienen la misma característica: son pobres. Humillados por el propio sistema que los excluye, el mismo aparato asume su premisa: están de más.
En los medios no los podés ver, pero la familia tampoco los encuentra en la realidad. Justificaciones, abusos, encubrimientos, son algunas de las maniobras que se ejercen en todo el aparato policial -por no ahondar en el político y mediático. Se alteran registros, se niega y se oculta lo sucedido, pero el “supuesto” poder que creen tener los policías en algunos lugares se acrecienta y los que más sienten su bota son las personas más sensibles en materia económica.
El caso más emblemático quizás sea el de Luciano Arruga (ver nota Luciano Arruga: sólo era un pibe más del conurbano) pero al día de hoy esa realidad es la misma de muchos jóvenes de los sectores más vulnerables de la sociedad. El pasado 31 de enero se cumplieron 6 años de su desaparición, secuestro y asesinato, caso que puso en un cuestionamiento visible el accionar de la policía bonaerense en cuestiones de inseguridad y represión, caso que ejemplifica la experiencia de muchos otros. No obstante, es necesario mencionar que dicho ejercicio no sucede solamente en la provincia de Buenos Aires, sino que se repite a lo largo de todo el país, con casos sumamente graves en capitales importantes como lo son Córdoba, Mendoza y Rosario, por sólo mencionar algunas.
“No es un policía, es toda la institución”, es una de las frases escuchadas en este último tiempo, proveniente de las organizaciones que más trabajan en la lucha para que estos casos se esclarezcan y no pasen como simples hechos aislados -como muchas veces suelen construirse. Las desapariciones y las muertes de, principalmente, jóvenes pobres se siguen acrecentando día a día, pero el ocultamiento cada vez es mayor: sea por parte del estado o de los medios, por parte del poder político o del económico.
No es muy lejano el caso de Ismael Sosa, el joven de 24 años que viajó en el mes de enero hasta la provincia de Córdoba para ver a la reconocida banda de rock La Renga. Luego de no pasar los controles policiales, desaparecer por cinco días y aparecer flotando en el Embalse de Río Tercero, los principales testigos, su familia y los que conocen el maltrato policial en dicha provincia apuntan directamente a la culpabilidad de la institución represiva. Por ello, las marchas para pedir justicia se siguen multiplicando tanto en Buenos Aires como en Córdoba.
Es importante insistir: dentro de la institución policial aún persisten estructuras de la última dictadura militar. Tan sólo con acercarse a los familiares (sean estos hermanos, padres o madres) de las víctimas de gatillo fácil, conocerlos o investigar su historia, es muy fácil notar que la persecución, tortura y desaparición no es algo del pasado. Existe algo llamado violencia institucional, muy nombrada pero poco analizada. Dicha forma de violencia permite mantener la desigualdad por parte de la propia estructura estatal y del sistema económico dominante, privilegiando los derechos de ciertos sectores por sobre otros. En resumen, la justicia es para aquellos que pueden pagarla.
No es menor el papel de los medios de comunicación a la hora de querer construir opinión pública, eligiendo qué mostrar y qué ocultar –es necesario aclarar que con esto no se quiere decir que los receptores no puedan construir un discurso alternativo. Los medios de comunicación masivos pretenden asumir como propios los casos de “gente como uno”. De esas personas, que se transforman en el factor común de horas y horas televisivas que «informan» sobre lo que «nos pasa a nosotros», “la gente”. Llenan la pantalla con meras subjetividades pasadas por objetividades según lo que convenga en audiencia, alianzas o poder. Las operaciones mejor orquestadas para presentar un asesinato, un robo u otro hecho delictivo, se construyen mediáticamente, de acuerdo a la conveniencia del medio de turno.
Esas construcciones se podrían presentar de la siguiente manera:
El chico con casa, con familia, con plata. Sale, estudia y descansa. Si lo roban o lo matan, el chico sale en la tele, los medios hablan de él, su familia sufre y llora. Todos nos ponemos mal.
El chico sin casa, con familia, sin plata. Trabaja, trabaja y trabaja. Se muere de hambre o de balas, no sale en la tele, los medios no hablan de él, entonces su familia no sufre y no llora. Nadie se entera.
“Basta de criminalizar a los chicos pobres”
Es importante sumarse al grito que aclaman todas estas organizaciones con Vanesa Orieta, hermana de Luciano Arruga, a la cabeza. Se deben comenzar a cuestionar los hechos tal como son representados y entender que la realidad no se puede vivir más que con el propio cuerpo. Estas experiencias dan el pie para observar como el resto, lo que no son vivencias propias, son sólo pantallas. En este sentido, una reflexión predecible: sólo se debería respetar, dar entidad y valor, a los medios de comunicación que hablen de los 4.321 jóvenes asesinados por el aparato represivo del estado argentino y no los encubran.