Un sueño andaluz: Parte 3

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Última parada: Córdoba y el principio de una hermandad

Llegamos a Córdoba. Es casi mediodía, el día está nublado y de a ratos llueve un poco, y muchos conservan sus caras de noche. Cruzamos el Puente Romano y vemos la extensión del río Guadalquivir que se funde a lo lejos con el horizonte grisáceo. El puente une la zona del Campo de la Verdad con el Barrio de la Catedral, donde nos esperan los guías turísticos con sus paraguas abiertos. Durante 20 siglos, dice Felipe, ese fue el único puente con el que contó la ciudad de Córdoba. Trato de buscar un lugar donde la lluvia no me empape, pero es inútil. Al final desisto y me paro al lado de los chicos brasileros de Ciencias sin Fronteras, o como ellos lo llaman, “Turismo sin Fronteras”. También me acompañan las chicas italianas, todas altas y esbeltas, con mucha presencia. Su español es bueno, aunque algunas de sus expresiones me dan un poco de risa.

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—Venga, Ale— me dice Luis con su rostro siempre preocupado —que tenemos que partir o nos dejarán aquí. ¿Partir? ¿Así se dice?

Yo le contesto que sí, que lo dice muy bien, y andamos todos juntos por las calles cordobesas. Se nota que es una ciudad atravesada por el Renacimiento, y que todavía se vive bajo las sombras imperativas y categóricas de los restos de la religión. La Mezquita-Catedral de Córdoba es el monumento más importante de todo el Occidente islámico. La vemos siempre por fuera, caminando a sus alrededores, mientras Felipe nos cuenta cómo fue cambiando a lo largo del tiempo. En ella se rindieron cultos a distintas divinidades: con la dominación visigoda se construyó la basílica de San Vicente sobre la cual se edificó, posteriormente, la Mezquita. Esta basílica fue compartida por los cristianos y los musulmanes durante un tiempo, hasta que Abderraman I la adquirió por completo y destruyó la basílica. Así se pudo construir, en su lugar, la primera Mezquita Alhama de la ciudad.

Pero Córdoba también brilla por ser una ciudad en la que florecieron las letras y las ciencias durante la larga Edad Media. Recuerdo que Séneca y Maimónides nacieron acá, pero no puedo recordar el nombre de ningún poeta. Como por inercia, me pongo a pensar en algunos versos de García Lorca, “el otoño vendrá con caracolas, uva de niebla y montes agrupados”, y al fondo mis ojos se encuentran con la cúpula de la Mezquita, “la monja borda alhelíes sobre una tela pajiza. La iglesia gruñe a lo lejos como un oso panza arriba”. Estoy tan lejos de mi tierra, y por alguna razón, hoy me siento en casa. Será el frío del otoño, todavía suave y húmedo, que me despierta y me llena de serenidad. El viento que apacigua mi alma. El viento que es el mismo para todos, acá o allá. Aprendo que no importa cuán lejos esté, soy yo misma en cualquier lugar del mundo, y que nada de eso puede cambiar. Sólo crecer es un cambio permanente y constante.

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—¿Tú piensas que volveremos aquí? — pregunta Luis y me saca de mi ensueño profundo.

—No creo. Tenemos poco tiempo y mucho por recorrer.

—Pienso que me gustó mucho Andalucía.

Me gusta cuando empieza sus frases diciendo “pienso”.

—Miro atrás y ya pasaron dos meses desde que llegamos a España— le contesto.

Sin quererlo, contagio la melancolía a todos los que llegan a escucharme. “Dilma, una beca para mis amigas argentinas”, piden Luis, Maike y John mirando al cielo. Nos reímos de sus ocurrencias. Seguimos andando con las miradas grises como el día, y después de un par de horas, decidimos sentarnos a comer en una pequeña calle con restaurantes de tapas. Pedimos lo de siempre: papas bravas, algún bocadillo chivi-ave, alguna bocata que nos llame la atención, y tortilla española. Lo compartimos todo, y al final, no comemos casi nada. Nos relajamos un momento mientras bebemos la gustosa cerveza de la tarde. Ya es costumbre tomarnos ese momento para relajarnos y mirarnos los rostros con un poco más de detenimiento. Charlamos un poco más, y como queriendo encontrar algo en el fondo de la botella vacía pero sabiendo que ahí no estará, nos ponemos de pie. Tenemos dos horas libres antes de que nos pase a buscar el autobús, y empezamos a andar hacia la Mezquita.

Llegamos al Patio de los Naranjos justo cuando comienza a llover torrencialmente. Nos refugiamos bajo algún techo, pero yo me escapo y corro como una loca por el jardín; acaricio los troncos ásperos y huelo las hojas húmedas. Me acerco a las naranjas, todas verdes, deseando que estén maduras para poder morderlas. Admiro su perfecta redondez. Me quedo ahí parada bajo un naranjo, dejando que la nostalgia me empape la espalda y me pese en los hombros, y miro el cielo gris. Una lágrima se me escapa casi sin permiso y mis ojos se empañan. No me avergüenzo. Si quiero ver, debo mirar inmediatamente, porque si me detengo a pensar un momento, conceptualizo las emociones y pierdo todo el contacto directo con la vida. Y no puedo dejar de sentir que hay algo divino en ese contacto directo con el mundo: hay algo más profundo que todavía no puedo comprender. Luis me abraza por un lado y Ludovica por el otro, y los siento casi hermanos en este viaje. Brasil, Italia y Argentina, sigo pensando, es una combinación explosiva. Nos miramos y sonreímos. Sabemos que, de algún modo u otro, estamos pensando en lo mismo.

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Luego volvemos con el resto del grupo, caminando a paso lento y con la parsimonia de quien desea extender el viaje para siempre. No nos importa el cansancio, el sueño ni el hambre. Ni siquiera el frío y la humedad. Subimos al autobús todos juntos y, mientras avanzamos con el ronroneo del motor bajo nuestros pies, poco a poco vamos quedándonos dormidos. Miro por la ventanilla el cielo que ya comienza a despejarse y mis ojos se cierran y se abren cada vez con más dificultad. Dos horas más tarde, todas las estrellas brillan como cristales en el cielo negro de la ruta y la luna llena, grandísima, se muestra como una obra de arte que perdura en el museo del tiempo. No entiendo por qué siento que esas personas a las que apenas conozco son como amigos cercanos de toda la vida. Los miro a todos con sus rostros fatigados, dormidos, y me parecen hermosos bajo los rayos de luna que atraviesan la ventana y les ilumina los rasgos. Cada uno es igual de particular. Así, tranquilos y dormidos, deambulan por un mundo donde todo es posible. Sus sueños y los míos son hermanos nacidos de un mismo deseo. Y, aunque cueste, lo entiendo. Todo es más hermoso porque hay un final. Y es que nunca volveremos a estar aquí, pienso, ni seremos tan bellos y jóvenes como ahora. Al fin y al cabo, pareciera que es necesario reconocer un final para vivir más intensamente.

Y es que cuando se vive tan intensamente, como por estos días, cada pedazo de cielo que me regalan es un recuerdo inmortalizado en el marco de mi vida.

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