Un sueño Andaluz: Parte 1

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Granada: el camino, caminando.

Llegamos a la Alhambra a las 9 de la mañana y la línea para comprar el ticket excede mi paciencia. Felipe, nuestro guía, dice que nunca antes había pasado que a esa hora la línea fuera tan larga. “Pero vale la pena”, nos habla mientras nos obliga a ponernos en la fila a pesar de que la pantalla dice que se agotaron todas las entradas para la visita al Palacio por la mañana y por la tarde, y luego nos repite, como queriéndonos meter la idea a presión por la cabeza: “vale la pena esperar”. No queda otra. Siento que pasaron mil horas desde que salimos de Valencia, hoy mismo a las 2 de la mañana. Viajamos toda la noche sin dormir. Me duele la espalda y tengo frío, pero cuando miro los jardines rodeados por las altas montañas, dejo que el aire me renueve y me llene de expectativas. A mi lado, me llama la atención una mujer delgada y desalineada que carga una gran mochila. Me imagino que es francesa por su corte de pelo gris y canoso que roza sutilmente sus hombros; por su figura casi inexistente, desmaquillada y de ojos azules, con toda su pinta de antropóloga o filósofa o socióloga. Empiezo a teorizar sobre su vida. Sus hijas son rubias y tienen su mismo porte, aunque son menos atractivas para su corta edad. Me imagino que fue hippie alguna vez, que viajó por muchos recovecos del mundo, que habrá tenido sueños, como yo y como vos, y como todos. ¿Es que alguna vez habrá querido tener hijos? Seguramente…

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“Bien, ya podemos entrar”, anuncia Felipe. La Alhambra, que significa fortaleza roja, es un resabio de la importancia de los musulmanes en la historia española. Centrada en la colina de al-Sabika, mantiene sus palacios dentro de la naturaleza preexistente, y desde la cima se puede ver la ciudad de Granada con toda su fachada blanca que contrasta el verde brumosos de los cerros por la mañana. Si bien su existencia data del siglo XI, es recién con la llegada del primer monarca nazarí en el siglo XIII, Mohamed ben Al-Hamar, cuando se fijaría la residencia real en la Alhambra. Si se entra por la Puerta de las Granadas y se camina por la peatonal, se puede llegar hasta el Palacio de Carlos V, que ordenó destruir parte del conjunto arquitectónico para construir un palacio que llevara su nombre. A menudo siento que las cosas por mirar son tantas, todo el tiempo, que termino sin poder ver nada. No quiero estar ciega ante lo que me ofrece el mundo. Quiero abrir y expandir todos mis sentidos, aunque termine agotada y exhausta por tanta información que seguramente olvidaré en dos días, en dos semanas o en un mes. “La mayor preocupación de los arquitectos de la Alhambra era cubrir decorativamente cada espacio, por pequeño que fuese. La mayoría de los arcos internos son falsos, no tienen ninguna función de sustento, sólo están por decoración”, cuenta el guía. Me acerco para ver más detenidamente. Pregunto qué significa aquello que distingo escrito en la pared, y Felipe me contesta: “Sólo Dios es vencedor. Son palabras de Zawi ben Zirí, fundador de la dinastía nazarí”. Sólo Dios es vencedor, pienso, hasta que es vencido.

Recorrer los jardines reales no es nada sencillo. Me pierdo más de una vez y reaparezco en el mismo lugar. De vez en cuando miro el reloj. Han pasado dos horas ya, y sigo sin saber hacia dónde me dirijo. Camino, simplemente dejo que mis pies recorran, faltas de energía y de sueño, y que se adueñen de mi posición en el mundo y me guíen por el camino de piedras rojizas. Siento al cerro en todo mi cuerpo cada vez que resisto el trabajo de subir y bajar las colinas. Así debe sentirse la naturaleza dentro de la humanidad. Llego al punto más alto de una de las fortalezas, observo Granada en todo su esplendor, la admiro y la retengo todo lo que mis ojos me dejan. Siento el aire un poco más puro, más frío, y me mimetizo con el sol que me cobija con su abrazadora tibieza. Mis cinco sentidos son aberturas del cuerpo y el alma que invitan al mundo a pasar. Y qué bien se siente el mundo cuando se lo deja entrar. Casi cuatro horas más tarde, dejo atrás la gran fortaleza roja para avanzar hacia el centro de la ciudad.

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Por fin llego a la calle de las teterías árabes. Es la calle Calderería Nueva, llamada así porque antaño solían fabricarse y repararse calderas. Si antes era todo blanco, ahora me veo sumida en una explosión de colores, de ruidos y de aromas. Más que calle, parece un callejón exótico. Herederas de la tradición islámica de Granada, las teterías son una gran atracción para la ciudad. Camino despreocupadamente, tranquila, sabiendo que no tengo otra cosa que hacer en ese momento más que decidirme por alguno de todos los tés que me ofrecen. Pregunto por el precio, y como respuesta obtengo otra pregunta: “¿Eres argentina?”. Observo al chico moreno que esta parado delante de la puerta de un negocio tan abarrotado de cosas luminosas, de miles de objetos que mi madre diría que son “porquería”, pero que me atraen como a un bicho de luz, y me canso de tanto desearlos. “Yo soy de marruecos. He venido aquí por trabajo. Pero qué acento tenéis vosotras, ¿eh? ¿Queréis probar un té?” Me alcanza una taza floreada, humeante, con buen aroma. Lo miro con desconfianza. No estoy acostumbrada a que me ofrezcan bebidas en medio de la calle. Veo que en el negocio de al lado hacen lo mismo, y una chica de rulos largos y rojizos acepta la taza. Sus ojos claros como el agua y su mirada dura y concentrada me hipnotizan casi por completo. Hay algo en la firmeza de su mandíbula que me revela una parte de su vida. Espero un momento como si supiera con total certeza que la están envenenando, que en cualquier momento la chica de rulos largos se desplomará en el suelo ante mis ojos y todo será un caos, pero nada de eso sucede. La chica sigue su curso, como todos los otros, y yo me quedo ahí, inmovilizada por los fantasmas de mis miedos y prejuicios. Bebo un sorbo de té. Está caliente y tiene gusto a algunas hierbas que parecen familiares, quizás a algún fruto rojo, un poco más dulzón. Su tibieza me abre el apetito.

Por la noche visito el barrio gitano. Las viviendas del Sacromonte se llaman cuevas y datan de la época en que los judíos y musulmanes fueron expulsados de sus hogares, a los que se les unieron los gitanos de costumbres nómades. Construyeron sus hogares fuera de los muros de la ciudad y su administración. Durante siglos, el barrio se convirtió en hogar y refugio de bohemios y artistas. Pienso que hoy, los espectáculos de flamenco son extremadamente comerciales y dirigidos a turistas, pero no me resisto a la tentación de darme una vuelta. Tengo la sensación de que todas las gitanas tienen mal carácter. El flamenco mismo es hosco y fuerte, lleno de personalidad y movimientos toscos, algunos de los cuales rozan lo violento. Me gusta que esas mujeres parezcan árboles de raíces gigantes y pegadas al piso, tan arraigadas a la tierra que ningún temporal podría derribarlas del todo. Disfruto el show con total complacencia y me relajo después de un día sin descanso. Siento el latido de los músculos rebotando contra la piel de mis piernas. Por primera vez en el día sedo ante el cansancio en mi cabeza. Antes de ir al hostel, paso por el mirador del Sacromonte. Desde allí puedo ver toda la Alhambra iluminada que lucha contra el negro azabache de la noche que se muere por tragarla y dejarla sin luz. Me abrazo a la ilusión del amor en una noche fría en Granada, más ya no creo en su eternidad. La experiencia cambia el pensamiento, y si el pensamiento también cambia, se modifica la acción. Tengo la certeza de que algo nuevo está por venir, de que los días están cargados de nuevas expectativas y de que cada nuevo paso que doy me enseña un poco más a vivir. Construyo ideales y los destruyo, me abro a la percepción y me cierro a la ignorancia, pido a algún dios que me enseñe hasta que me arda adentro del cuerpo el fuego de la verdad relativa. Después me limito a contemplar la fortaleza roja, allá a lo lejos. Me imagino a mí misma ahí parada, como lo estuve esta mañana, y noto la pequeñez de mi cuerpo y la grandeza de mi ser. ¿O es que será al revés? Ya no importa, si pensar es inútil, lo decían los grandes filósofos que ya no recuerdo, y yo estoy rodeada de todos esos amigos que están pasando por el mismo momento que yo. Ellos comprenden la intensidad de un momento y el valor de una hora. También comprenden la fugacidad que nos inunda del nuevo tiempo, y la melancolía de una vieja solidez que quedó atrás, caída y desvanecida.

Para todo hay un momento en la vida, me digo, y llegó el momento de que todo suceda en la mía.

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