La obra “El luto le sienta a Electra” fue escrita por Eugene O’neill en 1931. Para llevar esta obra a la realidad actual y a la sociedad moderna, el director Robert Sturua propuso realizar una “tragifarsa” con la idea de generar risa sobre tragedias y que luego el espectador se horrorice por esa misma risa que efectuó. El planteo es que, en tiempos donde la violencia y la crueldad se tornaron cotidianas, donde la muerte de las personas se volvió habitual, el espectáculo del horror que producen los medios todos los días ya no provoca horror y hasta produce el ridículo. El director utiliza una puesta muy simple, donde no hay escenografía y hay muy pocos colores. Se aprovecha el espacio tanto dentro como fuera del escenario, donde los actores se pasean de un lado a otro para prepararse antes de salir a escena. Esta forma de presentación hace que se esté interactuando con el público permanentemente.
El recurso utilizado en esta puesta es la exageración de las emociones. Tiene que ver con el sentido que quiere provocar, de cómo nos reímos de nosotros mismos como género humano ante las desgracias que suceden todos los días. Es una obra donde los lazos familiares están en tensión todo el tiempo. Se puede visualizar a un hijo enamorado de su madre y a una hija de su padre, a una madre enemistada con la hija, a quien ve como la causante de todos sus males, y a una hija que daría todo porque su padre la mirara como mujer. Lo que se pone de manifiesto es que la cultura viene a corromper con todos esos deseos y ante la represión que suscita esta imposición.
El director monta una escena en la que el género absurdo queda en evidencia. Por momentos esta exageración hace ruido, ya que estamos habituados a un teatro más naturalista, de personajes menos complejos que los presentados en esta obra. Uno de los elementos que hacen esencial a esta puesta es la utilización de un relator que abre su libro y va contando la historia, un hombre vestido de pordiosero que representa al público habitual que, a medida que van pasando los hechos, va tomando una postura más ridícula. Por otro lado, la presencia de un coro de personajes que acompañan cada escena representa esta postura de espectador que mira desde afuera, que acota, critica, pero lejos está de querer intervenir.
Se puede decir que se trata a la tragedia como un espectáculo que consumimos y reproducimos cotidianamente. Los personajes no pueden escapar a sus pasiones, amores, odios y desamores. Son rehenes de sus impulsos, de su violencia para con el resto de las personas de la familia. Pareciera que no hay moral pertinente, ni cultura que impida atacar al otro sin escrúpulos. Eso es lo que provoca una especie de descoloque en el público, que ve estas actitudes impunes pero que no se alejan de la realidad que vive a menudo. La obra intenta que nos repensemos como seres humanos, como consumidores de discursos que nos llenan de pánico y de mayor violencia. Estimula a que intervengamos en la realidad para transformarla.
En cuanto a las actuaciones, cada uno de los personajes aparece en tiempo y forma. Todos se pueden lucir, incluyendo los personajes secundarios. Paola Krum muestra en escena un trabajo corporal interesante, se transforma y pasa a ser aquella mujer tosca que encarna todo el odio y la venganza. Por el otro lado, el personaje que representa lo femenino, la belleza y la lucha por su deseo, es el de Leonor Manso. Paseando cual joven espléndida y reluciente, con sus tacos altos y vestidos largos de un lado a otro, pisa el escenario y deja su huella.
Con la colaboración de Antonella Abatemarco
«El Luto le sienta a Electra»
Miércoles a sábados a las 20:30 y los
domingos a las 19:30
Sala Casacubierta del San Martin
(Corrientes 1530, CABA)